Hasta la vista, Obama
El primer presidente afroamericano de los Estados Unidos recibió el Nobel de la Paz, pero ha estado en guerra más tiempo que cualquiera de sus antecesores
NUEVA YORK. – Cuando asumió el poder en 2009, Barack Obama prometió poner fin a las guerras declaradas por su antecesor, George W. Bush. En 2011 anunció el retiro del último soldado de Irak. Tres años después envió asesores militares a ese país para colaborar en la batalla contra el Daesh o Estado Islámico (EI). Sólo en 2015, los Estados Unidos arrojaron 23.144 bombas. La mayoría, 22.110, en Irak y en Siria. Además de dar la venia para continuar las guerras inconclusas en Irak, Siria y Afganistán, Obama aprobó ataques contra grupos terroristas en Libia, Pakistán, Somalia y Yemen.
En casi ocho años de gobierno ha llevado más tiempo en guerra que cualquiera de sus predecesores. Es una rareza después de haber recibido el premio Nobel de la Paz en 2009. Ese año, Obama pronunció un discurso histórico en la Universidad de El Cairo. Llamó a terminar con el antagonismo entre el islam y Occidente e invitó a los musulmanes a aislar a los extremistas y asumir su papel como parte de una civilización que abogaba por la tolerancia, la democracia y la paz. Dos años después estalló la Primavera Árabe. Cayeron como fichas de dominó las autocracias de Túnez, Egipto y Libia, y tambaleaban otros regímenes de una región diezmada por la disputa por el liderazgo entre Arabia Saudita e Irán.
Obama transita el último tramo de sus ocho años de gobierno con un inesperado legado bélico. Los norteamericanos aprobaron el asesinato de Osama bin Laden. Ocho de cada diez creyeron “extremadamente” o “muy” importante la ejecución del líder de Al-Qaeda en su madriguera urbana del norte de Pakistán, según Gallup. La euforia inundó las calles de los Estados Unidos el 2 de mayo de 2011. Era inusual. Tan inusual como la perplejidad que, superada la embriaguez de la victoria o la resaca de la revancha, despertó en otras latitudes el expeditivo proceder de las fuerzas de elite Navy Seals y el pronto despacho del cadáver en el mar Arábigo para no crear un santuario en tierra firme.
Cuando recibió el Nobel, Obama instó a la humanidad a reconciliarse con “dos verdades aparentemente irreconciliables: que la guerra es a veces necesaria y que la guerra es una expresión de insensatez”. Durante su gobierno, sombreado por el fantasma latente del terrorismo y la debilidad de gobiernos como los de Irak y Afganistán, procuró establecer la diferencia entre ser un presidente de guerra, como Bush, o un presidente en guerra. La amenaza de un atentado terrorista, así como de ataques informáticos, precede a las presidenciales del 8 de noviembre. Los estados de Nueva York, Texas y Virginia encendieron alertas rojas.
Ni Bush ni Bill Clinton libraron tantas guerras en forma simultánea contra grupos terroristas como Obama, entusiasta con los drones y las operaciones encubiertas. Entre 2007 y 2014 aumentaron en forma considerable las misiones de entrenamiento de las Fuerzas de Operaciones Especiales de los Estados Unidos en el mundo. En 2015 eran 135.
Obama goza de más popularidad en el exterior que en su país, según un estudio del Pew Research Center. Es mucho más querido que su antecesor, Bush, y que sus posibles sucesores, Hillary Clinton y Donald Trump, peleados con el espejo por el rechazo que despiertan en los norteamericanos que se inclinan por uno de ambos. El carisma de Obama se traduce en un mayor aprecio hacia los Estados Unidos en el mundo, excepto en Polonia, Europa del Este, Rusia y Medio Oriente. Tuvo una pésima relación personal con el primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu, pero, al final de su mandato, le ha concedido el mayor paquete de ayuda militar de la historia. Es una de sus contradicciones.
Las contradicciones también hacen al hombre que les envía correos electrónicos a sus colaboradores después de la medianoche desde un celular BlackBerry protegido. Que cena a las seis y media de la tarde con su familia y luego se encierra en el Cuarto de Tratados de la Casa Blanca, llamado así por la firma de protocolos de paz como el de los Estados Unidos con España en 1898. Que usa una silla giratoria. Que lee con la misma atención tanto los papeles que le entrega un ujier como novelas. Que ve el canal de deportes ESPN. Que come cada noche siete almendras ligeramente saladas (ni una más, ni una menos) y bebe agua mineral. Que, por la mañana, alterna entre el traje azul o el gris para no perder el tiempo en decidir qué ponerse.
Que, a pesar de ser el primer presidente afroamericano en la historia, no pudo atenuar el odio racial, alterado por policías blancos que asesinan a negros desarmados. Que, más allá de su discurso integrador, no frenó la ola de deportaciones de inmigrantes indocumentados. Que recompuso las relaciones diplomáticas con Cuba, pero pudo clausurar la cárcel de Guantánamo por ser una competencia del Congreso. Que, como todos los presidentes norteamericanos desde 1945, excepto John Kennedy (asesinado) y Richard Nixon (depuesto), espera disfrutar de un aumento de su índice de popularidad en su casa, no en Kenia. Y que, atento a sus convicciones, se apresta a despedirse como un presidente en guerra, no de guerra.
@JorgeEliasInter | @Elinterin
Suscríbase a El Ínterin