La semana pasada murió sin preaviso el control remoto de mi televisor. Era un viernes de lluvia. Llamé a la empresa, claro, pero el muchacho que me atendió no me creía. ¿Le cambió las pilas? ¿Si aprieta tal botón tampoco se prende ninguna luz? Cuando por fin lo convencí de que el aparato estaba definitivamente muerto me dijo que el técnico vendría ¡el martes!

Sé por experiencia que es inútil discutir con estos interlocutores, amables pero casi tan impenetrables como máquinas grabadoras, así que me resigné a un larguísimo fin de semana de televisión analógica, en espera del martes.

Que resultó ser el miércoles, porque el joven contestador automático se olvidó de registrar el reclamo. En ese larguísimo fin de semana extrañé con toda mi alma la televisión digital. Extrañé la guía de canales para saber qué dan todo el tiempo en todas partes. Extrañé la facilidad para grabar y luego ver los programas, si quiero, sin las tandas publicitarias. Extrañé la calidad visual del HD y todo el caudal de belleza e información de sus señales más sofisticadas.

Sé que esto suena a berrinche de malcriada, y de hecho lo es, pero es duro bajar un escalón en el confort tecnológico al que uno se ha aficionado. Cosas así sirven para templar el carácter, diría el I Ching. Pero por suerte el miércoles llegó el técnico con un nuevo control y recuperé la televisión digital. Tal como me enseñó en su momento mi maestro Miguel Brascó, hay una vida mejor, pero es más cara.