Hombres de negro
Otra atrocidad ha sido difundida en un video por el Estado Islámico, esta vez contra presuntos etíopes cristianos en Libia, donde en febrero fueron ejecutados 20 egipcios coptos y un ghanés
Dos masacres en un instante componen el nuevo video del grupo sunita Estado Islámico (EI), titulado Clarividencia. Está grabado en Libia, sumida en un caos desde la caída y la ejecución de Muamar el Gadafi el 20 de octubre de 2011. Dos hileras de etíopes cristianos, unos 30 en total, machan en fila rumbo a la muerte. Serán decapitados unos y baleados los otros. Sin piedad. Por ser, según dice en inglés uno de los verdugos, viles “cruzados” cuyo único fin en este mundo es “asesinar musulmanes”. En Libia, con dos gobiernos, dos parlamentos y constantes combates que rozan la guerra civil, el EI ejecutó en febrero a 20 egipcios coptos y un ghanés, razón por la cual Egipto bombardeó su territorio.
Es el tercer país que pretende convertir en parte del califato. Entre el 10 de junio y el 23 de septiembre de 2014, el EI arrasó con Irak y Siria. En esos 105 días se apoderó de Mosul, al norte de Irak, y llevó a los Estados Unidos a crear una coalición internacional de dudosa efectividad para repelerlo de los dominios del presidente sirio, Bashar al Assad, hasta entonces denostado por haber usado armas químicas contra su pueblo. La guerra civil libia, iniciada en 2011, se ha cobrado más de 200.000 muertos y millones de desplazados y refugiados, pero el EI, en tres meses y monedas, alteró la sinuosa división política de Medio Oriente y, en cierto modo, creó un nuevo paradigma.
En su vertiginoso avance, el EI, antes Islamic State of Iraq and Syria (ISIS) o, en árabe, al-Dawla al-Islamiya al-Iraq al-Sham (Daesh), ha relegado a un segundo plano a Al-Qaeda, de la cual se desprendió. La toma de ciudades como Mosul, Tikrit y Fallujah, en Irak, y Raqqa, en Siria, supera la dimensión de cualquier territorio que haya controlado el difunto Osama bin Laden. Sus miembros, expertos en infundir miedo por medio de la propaganda, son hijos de la guerra a la cual contribuyeron los Estados Unidos y Europa, así como Turquía, Arabia Saudita, Qatar, Kuwait y los Emiratos Árabes Unidos, sus aliados regionales.
En su libro ISIS, el retorno de la yihad, el periodista irlandés Patrick Cockburn, corresponsal en Medio Oriente de The Independent en Londres, arriba a una conclusión tan lapidaria como convincente: “La respuesta de los Estados Unidos a los ataques del 11 de septiembre de 2001 se dirigió a los países equivocados […] Afganistán e Irak fueron identificados como Estados hostiles cuyos gobiernos necesitaban ser derrocados. Mientras tanto, los dos países más involucrados en apoyar a Al-Qaeda y favorecer a la ideología detrás de los ataques, Arabia Saudita y Pakistán, fueron ignorados por completo e incluso se les dio libertad de movimiento”.
Después de la voladura de las Torres Gemelas, el gobierno de George W. Bush facilitó la salida de los Estados Unidos de varios sauditas, incluidos los parientes de Bin Laden. Curiosamente, de los 19 secuestradores que actuaron ese día, 15 eran de ese origen. En 2013, los congresistas norteamericanos Walter Jones (republicano) y Stephen Lynch (demócrata) se vieron forzados a firmar bajo juramento que no iban a revelar el contenido de un archivo de 28 páginas del FBI, redactado en 2002, que establece la virtual conexión entre la familia real saudita y los autores de los atentados. Ese documento no ha sido desclasificado por Barack Obama.
En 2009, al presentar su plan contra el terrorismo, Obama dijo que Pakistán debía “demostrar su compromiso de erradicar a Al-Qaeda”. Con la designación de un representante para Afganistán y Pakistán, Richard Holbrooke, el gobierno de los Estados Unidos unificó su estrategia con el neologismo Af-Pak. Desde Pakistán, los militares y los servicios de inteligencia facilitaron en los años noventa la expansión del régimen talibán en Afganistán, nido de Al-Qaeda y refugio de Bin Laden, de modo de mantenerlo a raya. “Quizás estemos luchando contra el enemigo equivocado en el país equivocado”, soltó alguna vez Holbrooke. En Pakistán fue abatido Bin Laden en 2011.
Poco impactó el desenlace entre los suyos. En 2013, Abu Bakr al Bagdadi, autoproclamado califa con el nombre de Ibrahim, cortó lanzas con Al-Qaeda. Desde entonces, el EI, creado en Irak en respuesta a la invasión extranjera, no ha dejado de crecer y de expandirse. Capitalizó la desazón de los sunitas en Irak, marginados tras el derrocamiento de Saddam Hussein por el gobierno chiita (el primero en el mundo árabe desde que Saladino derrocó a la dinastía fatimí en Egipto en 1171), y en la convulsionada Siria. En ambos países, la corrupción gubernamental y militar obró como disparadora de revueltas, al igual que en el comienzo de la Primavera Árabe.
Frente al poderío del EI, Al-Qaeda pasó ser más una idea que una organización. Ambos profesan el wahabismo, versión fundamentalista del Islam del siglo XVIII que impone la sharia (ley islámica), relega a las mujeres y no considera musulmanes a los chiitas ni a los sufíes, razón por la cual ordena perseguirlos como a los cristianos, los judíos, los kurdos y los yazidíes. “En un país tras otro, Arabia Saudita está aportando dinero para el entrenamiento de predicadores y la construcción de mezquitas –dice Cockburn–. El resultado es la diseminación del conflicto sectario entre sunitas y chiitas”. Por la cual pagan cristianos y otras minorías, agrego.
Desde diciembre de 2014, Obama cuenta con la autoridad y los fondos concedidos por el Capitolio para luchar contra el EI. Lo hace en Irak codo a codo con Irán, antes su archienemigo. El director nacional de Contraterrorismo de los Estados Unidos, Nicholas Rasmussen, cifró en 20.000 los extranjeros enrolados en el EI, según un informe del Congreso. Proceden de 90 países. Muchos viajaron a Siria en 2011 para combatir contra el régimen de Assad. El conflicto llevó a Arabia Saudita, líder sunita, a armar una coalición en Yemen contra los huthis, apoyados por Irán, líder chiita. La operación se llama Tormenta Decisiva. Lo es, sobre todo en momentos en que el EI amenaza con teñir de negro el Mediterráneo y morder los talones de Europa.
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