La otra grieta
La promesa de Obama de desclasificar archivos que reflejan la complicidad de los Estados Unidos con la dictadura militar argentina, después de haber ido a Cuba, contribuye a la reconciliación de su país con América latina
Era una incógnita la reunión de Barack Obama con los disidentes cubanos. La mantuvo finalmente. De no haberlo hecho, la otra carta era participar el 24 de marzo del 40º aniversario del último golpe militar en Argentina. También lo hizo. De ese modo, como si se tratara de una pulseada con la efervescente oposición republicana en este año electoral, cumplió con uno de los requisitos para emprender el viaje: transmitir el respeto de los Estados Unidos a los derechos humanos. El otro, cual contrapeso, era equilibrar la reunión con un dictador, Raúl Castro, y con otra con un presidente democrático del signo político opuesto, Mauricio Macri.
Con su gira por Cuba y Argentina, Obama procuró cerrar la grieta entre los Estados Unidos y América latina. Esa grieta, afianzada por la polarización en varios países, se nutre del rencor por el apoyo de los gobiernos republicanos de Richard Nixon y de Gerald Ford a la Operación Cóndor. El acuerdo secreto entre los servicios de inteligencia de Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Paraguay y Uruguay permitió reprimir y exterminar a miles de sospechosos de ser izquierdistas en los años setenta. La alentaba el consejero de Seguridad Nacional, primero, y secretario de Estado, después, del gobierno de Nixon, Henry Kissinger, cargo que conservó con Ford.
Cuatro décadas después, Obama dijo en Argentina: "Las democracias deben tener el coraje de reconocer cuando no hemos estado a la altura de los ideales en los que creemos, cuando hemos tardado en hablar a favor de los derechos humanos, y ese fue el caso aquí". Campeaban las dictaduras de Augusto Pinochet en Chile, Alfredo Stroessner en Paraguay, Hugo Banzer en Bolivia, Jorge Rafael Videla en Argentina y otras en América Central. Todas coincidían en el credo anticomunista. Fidel Castro, testaferro de la Unión Soviética y de las sucursales locales del Partido Comunista, poco y nada hizo en su contra.
¿Qué pasó en Argentina, estremecida por la desaparición de personas, las torturas en centros clandestinos de detención y el robo de bebés, entre otras atrocidades? La promesa de los Estados Unidos de desclasificar archivos militares y de inteligencia de los años de plomo responde al pedido de organismos de derechos humanos. Los documentos liberados en 2002 reflejan, por ejemplo, la cooperación entre militares argentinos y uruguayos en secuestros realizados en Buenos Aires y el conocimiento, en Washington, del entrenamiento de represores en Montevideo a cargo de agentes de la CIA.
Uno de los documentos, fechado el 2 de julio de 1976, dice: “Un grupo de uruguayos recientemente secuestrado y luego liberado en Argentina pudo reconocer y nombrar a oficiales uruguayos que están desarrollando operaciones conjuntas con oficiales argentinos contra los refugiados de manera muy activa en Buenos Aires”. Está dirigido al embajador norteamericano en Montevideo, Ernest Siracusa, y firmado por su par en Buenos Aires, Robert Hill. Su sucesor, Raúl Castro, iba a recibir informes sobre una violencia fuera de control entre la derecha y la izquierda.
No aportaba detalles sobre los desaparecidos ni mencionaba la Operación Cóndor, según el adjunto de la sección política de la Embajada en Buenos Aires entre 1977 y 1979, Allen “Tex” Harris, autor de alrededor de 9.500 fichas de violaciones de los derechos humanos. La represión, ignorada antes del gobierno demócrata de Jimmy Carter, dividía las aguas en el Departamento de Estado. La subsecretaria del área, Patricia Derian, se inclinaba por presionar a los regímenes militares mientras el subsecretario de Asuntos Interamericanos, Terence Todman, prefería preservar las relaciones bilaterales. Reinstaurada la democracia, Todman iba a ser embajador en Argentina en el último tramo del gobierno de Raúl Alfonsín y en los comienzos del de Carlos Menem.
Entre 1977 y 1979, Derian estuvo tres veces en Buenos Aires. A puertas cerradas, eran frecuentes sus discusiones con el embajador Castro, cada vez más afecto a la línea Todman de no meter las narices en el problema. “El gobierno argentino era hostil con nosotros –me dijo Harris–. Me llamó la atención, apenas arribé al país, que un grupo de mujeres con pañuelos blancos en la cabeza hiciera rondas, todos los jueves, frente a la Casa de Gobierno. Era la prueba de que algo grave estaba ocurriendo. Cuando acepté el cargo, mi condición había sido que no hubiera restricciones para que la gente informara a la Embajada acerca de las desapariciones. Me entrevisté con quienes sufrían atropellos, fueran víctimas o familiares, e iba a las concentraciones de las Madres de Plaza de Mayo.”
Harris recogía los casos en fichas pequeñas de cartón con renglones. Mes tras mes. Se multiplicaban como panes. Los familiares de los desaparecidos, una vez que corrió la voz, formaban filas frente a la Embajada. Lo cual significaba una amenaza para un régimen que estaba convencido de que obraba en forma correcta contra el comunismo y de que los argentinos, por esa razón, eran derechos y humanos. Un régimen que se ufanaba, asimismo, de haber extirpado el cáncer de la subversión. No sólo en el país, sino, por añadidura, en el hemisferio occidental.
Cuando regresó a los Estados Unidos, en agosto de 1979, Harris recibió sanciones. “Casi me echan por insubordinación”, confesó con un dejo de amargura. Lo cuento en mi libro Maten al Cartero. Dos décadas después recibió la máxima distinción del Departamento de Estado. Su valentía en Argentina, por la cual corrió peligro de muerte, estuvo a punto de costarle la carrera. “Si miro atrás, me doy cuenta de que, aún en esos años terribles, uno solo puede hacer la diferencia”, dijo, pero admitió de inmediato que nunca sintió tanto miedo como en Buenos Aires.
En un cable fechado el 19 de octubre de 1976, el almirante César Guzzetti, ministro de Relaciones Exteriores de Argentina, se mostraba “eufórico” y en estado de “júbilo”, según el embajador Hill, a raíz del mensaje inequívoco que había recibido del secretario de Estado, Kissinger, en una visita reciente a Washington. La prioridad no era respetar los derechos humanos, sino terminar con el terrorismo. Esa grieta, abierta por el resentimiento, aún persiste. Obama, nacido en 1961, era un adolescente en esos años. Como la mayoría de nosotros, ignorantes del horror.
Jorge Elías
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