La rebelión global
El creciente nacionalismo, el desdén por las instituciones y la fractura del sistema internacional atentan contra la democracia
Contra la democracia no sólo atenta un terrorista que ejecuta una masacre por cuenta propia o en nombre de una organización sombría. También atenta contra la democracia aquel que, desde una posición de poder, confunde adrede el patriotismo con el nacionalismo y promueve el desprecio a las instituciones internacionales o aquel que aprieta aún más el tornillo autoritario después de un fallido golpe militar o aquel que levanta un paredón con ladrillos horneados en el miedo frente a una legión de desamparados que, como cualquier ser humano, pretende huir de la guerra o de la miseria, dejando detrás afectos y bienes, y vivir en paz.
En un mundo sacudido a diario por las esquirlas de la Tercera Guerra Mundial “en partes”, como supo llamarla el papa Francisco, la beligerancia nacional trasciende fronteras y, de pronto, un asunto específico como el Brexit (la salida del Reino Unido de la Unión Europea) o una matanza en Francia, Alemania o Medio Oriente cobra relieve en otros confines en beneficio de un plan o de una campaña. Eso no se hace o no debería hacerse, pero ocurre a menudo. Lo ajeno, por lejano que sea, se convierte en el pretexto de medidas y miradas. Los gobiernos, de ese modo, pierden el control, los ciudadanos dejan de confiar en ellos y la democracia termina debilitada.
Robert Heman, vicepresidente de los programas internacionales de Freedom House, organización con sede en los Estados Unidos que promociona la democracia, la libertad política y los derechos humanos en todo el planeta, cree que el gran desafío es “el autoritarismo moderno”. Lo comentó en una reunión privada en el Consejo Argentino para las Relaciones Internacionales (CARI). Apuntó a la disyuntiva entre la democracia, entendida como el apéndice de la libertad, y la seguridad. A más democracia, menos seguridad. A más seguridad, menos democracia. Es la paradoja que depararon la voladura de las Torres Gemelas y las guerras posteriores.
En una encuesta mundial de valores hecha para la Organización de las Naciones Unidas (ONU), el 72 por ciento de los nacidos antes de la Segunda Guerra Mundial asignó el puntaje más alto a la democracia. Entre los nacidos después de 1980 opinó igual apenas el 30 por ciento de los norteamericanos y el 32 por ciento de los europeos. Es comprensible: vinieron al mundo con la democracia incorporada, sin haber sufrido las penurias y los horrores de la primera mitad del siglo XX. La fase más prometedora de la globalización, en los noventa, fue un sinónimo de prosperidad y fortalecimiento del derecho, pero iba a dar pie a los excesos que derivaron en la crisis de 2008.
“Poorer than their Parents? (¿Más pobres que sus padres?)”, se pregunta el McKinsey Global Institute. En efecto. De 2005 a 2014, entre el 65 y el 70 por ciento de los hogares en 25 países de ingresos altos experimentaron esa situación. Seis mil franceses, británicos y norteamericanos respondieron que la satisfacción dependía más de su situación económica que del contexto. Los ingresos paralizados, concluye el estudio, afectan más a las personas que la desigualdad. El estancamiento provoca descontento y, por ese motivo, se cuela en la agenda política. Es una de las razones del fenómeno Donald Trump, capaz de asimilar y contagiar la rabia.
En Medio Oriente, la Primavera Árabe, iniciada formalmente en 2011, dejó un sabor amargo entre los jóvenes de 18 a 24 años de edad, más preocupados por el auge del Daesh o Estado Islámico (EI) que por el desempleo, según un sondeo de ASDA’A Burson-Marsteller. El desempleo en esa región dobla el promedio mundial. El modelo de país que eligen son los Emiratos Árabes por encima de los Estados Unidos, Alemania o Canadá. La democracia puede esperar.
Los bancos y las empresas que se vieron favorecidos por la globalización pasaron a ser los enemigos de la clase trabajadora occidental, en especial de la norteamericana y de la europea. Los titanes del capitalismo, como Amazon, Apple, Facebook y Google, consideran voluntario el pago de los impuestos y, de sentirse apremiados, se mudan a un paraíso fiscal como Irlanda. Los gobiernos son complacientes. Así como Trump dice que le gustaría “darles un puñetazo” a sus oponentes, China desoyó el fallo de la Corte Permanente de Arbitraje de La Haya que le niega la soberanía sobre la mayor parte de las aguas del Mar de China Meridional, asignándosela a Filipinas.
El máximo tribunal para la resolución de disputas internacionales no cuenta para Xi Jimping, así como tampoco cuentan para Vladimir Putin el rechazo que provocó la invasión de Crimea ni para Recep Tayip Erdogan el impacto de las purgas tras el conato de golpe en Turquía. Toda política es local, como decía el congresista norteamericano Tip O’Neill, pero algunas políticas son más locales que otras. Tan locales que se han globalizado, como la corrupción, la desigualdad o la incapacidad de los partidos políticos tradicionales para interpretar los reclamos de los ciudadanos.
Las charlas son parecidas en todas partes, así como los temores y, frente a la ola terrorista, las precauciones. El problema es que abundan las charlas, pero, hiperconectados como estamos, falta el diálogo y continúan los atentados contra la democracia. El “autoritarismo moderno”, como señala Herman, implica la salvaguarda de aquello que sucede en las fronteras de un país, no en sus entrañas. Que Turquía no caiga en una dictadura militar como Egipto, por ejemplo. O que los Estados Unidos no corran el peligro de aislarse, como el Reino Unido tras el Brexit. En ese caso, la responsabilidad no es de Trump, sino aquellos que, aturdidos por la crisis, no ven otra alternativa.
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