La risa no se mancha
El Negro nació en un estudio de televisión. Su cuna fueron los camarines. Es verdad que fue rosarigasino hasta los huesos. Que es una bandera de su tierra y de ese barrio Pichincha, tapizado de piringundines marginales. Por eso jamás se olvidó de los amigos
El Negro nació en un estudio de televisión. Su cuna fueron los camarines. Es verdad que fue rosarigasino hasta los huesos. Que es una bandera de su tierra y de ese barrio Pichincha, tapizado de piringundines marginales. Por eso jamás se olvidó de los amigos. Meter a Chiquito Reyes en sus textos era como seguir con el cordón umbilical puesto.
Para no sentirse solo y para no sentir vértigo en las alturas que estaba tomando su carrera. Pero su segundo y definitivo nacimiento fue en el piso de un canal. Tirando cables, con los auriculares puestos. Mirando la tele desde afuera pero desde adentro. Por eso rompió todas las paredes. La cuarta del teatro y hasta el techo. Rompió con la lógica de los espacios y le quitó almidón a la pantalla, para siempre, a pura carcajada. Inventó todo. Las posturas y los lenguajes.
Rucucu vive en cada gesto transgresor de los actores. Rupeta tapa la cámara con su mano y patea todos los tableros. Con los bigotes y el bombín. Era comediante de alma y por eso disfrutaba de hacer reir a todos pero empezando por sus propios compañeros. ¿Cuántas veces nos matamos de risa contagiados porque Javier Portales, de Borges y Alvarez estaba tentado y tenía que morcillar la letra? Alberto Olmedo era eso, la creatividad sin límites.
La mirada pícara sobre las ojeras, con segundas y terceras intenciones, esa gambeta del te digo pero no lo digo, una especie de padre gestual de Guillermo Francella. Un Alberto Sordi pero nuestro. Un tipo desmesurado, sin fronteras que rompia todos los libretos y era el rey de la improvisación, asi en la vida como en las tablas. Y tal vez por eso murió como murío. Voló hacia la muerte. Se estrelló contra el piso y quedó en el centro de la escena y de los móviles de la tele.
Siempre en el alambre. Siempre haciendo equilibrio por las cornisas de la vida. En Mar del Plata, donde el pueblo argentino iba a conocer a sus ídolos de la tele. Donde los chicos iban a tomar la leche con el Capitan Piluso y Coquito. Ese Capitan Piluso a la altura actoral del Chavo o Chespirito. Donde los padres iban a palpitar a El Manosanta, recorriendo las curvas infartantes de la Negra Romero, la Turca Salomón o la Bebota Brodsky. Eran el show de la revista porteña por la tele. La picaresca de la calle Corrientes en formato de caja con vidriera y sin HD.
El Yéneral González fue ese Chaplin nuestro que siempre estuvo cerca. Fue lo que deslumbró al gordo Osvaldo Soriano que también en eso se adelantó a los intelectuales dogmáticos que solo lo reconocieron cuando se fue. Por eso siempre lo quiso para llevar al cine para que protagonizara “A sus plantas rendido un león”. Fue su costado mas testimonial. Donde aparecié ese mensaje antidictatorial en Costapobre y esa impronta de sindicalista que lo había atrapado en los ’60.
Es que venía del frío y la pilcha prestada, sin padre, encargado o tutor a la vista. Peleaba por los sueldos de sus compañeros y después se puso al hombro la obligación de hacerlos reir. Y eso siempre fue una carga muy pesada. Siempre esa impronta de payaso triste que a la noche entre las minas y el cabaret, el alcohol y demas yerbas, lo salva de la soledad del final de la función. Negro de la farándula y la mesa compartida. Su casa era la calle y en ese asfalto, siempre era de noche.
Con los tipos de barrio que chocaron contra su destino. Como Ringo Bonavena, o Carlos Monzón a quien no pudo llevarle los televisores que le prometió a la cárcel de Batán. Los cruces con Tato Bores y Fidel Pintos, otros genios, su compadre y cómplice, el Gordo Porcel o esa dupla lujosa que formó con Susana Giménez cuando los censuradores de siempre no se bancaron la palabra travesti.
Negrito Olmedo querido: los cafecitos y los cuentos que se estarán intercambiando con otra estrella negra y rosarina, como Roberto Fontanarrosa. Sería un sacrilegio utilizar una lágrima para recordarte. Sería una crueldad innecesaria hablar de aquel balcon del piso 11 del Edificio Maral 39. Recuerdo que el mundo se paralizó y la alegría se puso de luto porque tuvo que elaborar tu duelo. Pero sería como una traición a tu Operación Ja Ja eterna. A las risas que sembraste entre las multitudes de la tele, el teatro y el cine. Mejor decir como el mago ucraniano que la mano es mas rápida que la vista.
Que a nadie se le ocurra tocar botón. Siempre arriesgaste el pellejo, pero tu pellejo. Jugaste a la ruleta rusa con tu vida. Es que eramos tan pobres, Negro querido. Pero quedate tranquilo: La risa no se mancha.