La sacerdotisa de 100 años
No es la primera vez que le hablo de la doctora Eugenia Sacerdote de Lustig. ¿Se acuerda? Se hizo famosa entre comillas cuando la línea 80 la nombró pasajera ilustre y le dio un pase de por vida. Era un premio a su constancia de viajar todos los días en ese colectivo a su trabajo como jefa de investigación del Instituto de Oncología Angel Roffo.
No es la primera vez que le hablo de la doctora Eugenia Sacerdote de Lustig. ¿Se acuerda? Se hizo famosa entre comillas cuando la línea 80 la nombró pasajera ilustre y le dio un pase de por vida. Era un premio a su constancia de viajar todos los días en ese colectivo a su trabajo como jefa de investigación del Instituto de Oncología Angel Roffo. Por aquel entonces, la venerable mujer tenía 90 años. Esa anécdota ciudadana disparó la curiosidad de los medios y muchos conocimos la vida ejemplar de la doctora Eugenia. Su esfuerzo, su sacrificio cotidiano de lucha.
Nos enteramos que esta señora que podría ser la abuela de cualquiera de nosotros, con el cabello totalmente blanco y que andaba lento como perdonando al viento tiene en su guardapolvo de investigadora a su orgullo mas grande. Después fue declarada ciudadana ilustre de Buenos Aires e inmigrante ilustre del Piamonte, la patria chica de Italia donde dejó parte de su familia. La doctora desciende de los barcos como tantos argentinos. Tenía 25 años y una hija sus brazos que cumplió un año en plena travesía en el medio del océano. Llegó al puerto con sus valijas de cartón y con la esperanza de construir una nueva vida en un país libre y democrático, lejos del fascismo de Mussolini que manchaba su tierra querida. Mientras aprendía a cantar y a bailar el tango, se dedicó a combatir otros males tan terribles como el totalitarismo del Duce: enfrentó la peor epidemia de polio que tuvo la Argentina antes de que se descubriera la vacuna Salk. Y como si esto fuera poco le declaró la guerra científica al Mal de Alzheimer y el cáncer. Ese maldito cáncer, tal vez como revancha le fue erosionando la vista. Sus ojos comenzaron a nublarse hasta la ceguera absoluta. Por eso dejó de viajar en colectivo y ella, tan corajuda, empezó a tenerle miedo a los escalones que es lo imprevisto que sube o que baja. Pero una remisería vecina la empezó a llevar de aquí para allá, porque ella es un tesoro de todos que todos tenemos que cuidar.
Tenía 90 años y seguía cumpliendo con su vocación y obligación. Dirigía a los jóvenes biólogos en su análisis del transplante neuronal en las ratas de laboratorio. Era admirable su cargo de investigadora del Conicet. La doctora Eugenia recibió el premio Hipócrates que es la más alta distinción que un médico puede recibir en nuestro país y eso no la transformó en mármol ni en bronce. Se mantuvo de carne y hueso y ni siquiera se volvió formal o aburrida. Era la más chistosa del trabajo. La encargada de celebrar los cumpleaños de sus compañeros, de homenajear la vida compartiendo al mediodía una porción de tarta y una mandarina de postre.
La Nona sabia inoculó en la sangre torrentosa de sus hijos y nietos el amor por la educación, la excelencia y la honradez. Ella sigue estudiando aún hoy que tiene, escuche bien por favor, aun hoy, que tiene 100 años. Esta maravilla de la humanidad tiene dos adicciones: los libros y la quesería donde compra los manjares que la acercan a su infancia como la mozzarella de Búfalo o el delicioso mascarpone.
A los 100 años, la doctora Eugenia, mezcla milagrosa de neuronas y sensibilidad solidaria es considerada una reina madre por sus discípulos. Ella que fue discípula de Bernardo Houssay, uno de nuestros premio nobel. Es una pachamama que cruza los genes italianos con los judíos y protege todo lo que toca.
No se enoja nunca. Sonríe siempre. Dice que esa es su formula para cumplir un siglo en paz y armonía con todos.
Esta orgullosa porque acaba de ser reconocida como “Prócer de la medicina bicentenaria”, un diploma de honor, que le entregó otro oncólogo honesto como ella, el ex presidente de Uruguay, Tabare Vazquez.
Hoy la doctora Eugenia tiene 9 nietos y solo se lamenta que la ceguera no le haya permitido conocer la cara de sus 4 bisnietos. Escucha radio y tiene un software que le lee los diarios. Ella insiste en que está ciega. Sin embargo yo tengo la sospecha de que su mirada va mucho mas allá de lo que uno puede suponer. Mira con cerebro y con el alma.
Eugenia, Lustig, Tabare