La vacuna del nacionalismo
No está en juego la democracia, sino su calidad mientras ningún gobierno disimula su afán en ser el primero en disponer de la vacuna contra el coronavirus
El nacionalismo, causante de las peores tragedias en el siglo XX, encontró un nuevo filón en la vacuna contra el coronavirus. La disputa, por más que se base sobre la cooperación científica entre laboratorios de varios países, no pone en riego la democracia, sino su calidad y, en cierto modo, las relaciones internacionales. Si Donald Trump se llevó el mundo por delante con el lema America First, ahora podría hacerlo con otro acaso más preocupante: Vaccine First. El afán de Estados Unidos en desmarcarse de la Organización Mundial de la Salud (OMC) prosigue con la compra de millones de dosis para superar el trance antes que ningún otro país.
La disputa por ser el primero en disponer de la vacuna, una vez que se compruebe la eficacia de las que están en ensayos clínicos, se parece al comportamiento que debemos adoptar cuando se despresuriza la cabina del avión y caen sobre nuestras cabezas las máscaras de oxígeno: “Los pasajeros que viajen con niños deben colocarse primero las máscaras y después colocárselas a los niños”. Las máscaras no caen sólo sobre los asientos de primera clase o de la clase ejecutiva. Caen en todo el avión. De punta a punta. De no ocurrir lo mismo cuando aparezca la vacuna, el nacionalismo volverá a hacer de las suyas.
“Sin una coordinación global, los países pueden ofertar unos contra otros, aumentando el precio de las vacunas y de los materiales relacionados”, estiman Thomas J. Bollyky, director del programa de salud del Council on Foreign Relations, y Chad P. Bown, miembro del Peterson Institute for International Economics. Ese tipo de nacionalismo, agregan, “tendrá consecuencias profundas y de largo alcance”. ¿Cuáles? “Los países sin acceso al stock inicial buscarán formas de apalancamiento, incluido el bloqueo de las exportaciones de componentes críticos, lo cual conducirá al colapso de las cadenas de suministro de ingredientes crudos y jeringas”.
Una puja innecesaria detrás del barbijo del nacionalismo que no sólo pone en riesgo la salud de la población, sino también la de la democracia en un mundo agobiado por el cambio climático, la proliferación nuclear y, por si faltaba algo, el COVID-19. De volver a la normalidad previa a la pandemia, el mero movimiento de personas entre países lejos estará de garantizar la inmunidad colectiva. No por nada en los primeros meses de la peste China, Francia, Alemania y Estados Unidos acumularon respiradores, barbijos y guantes como si los otros no los necesitaran.
Lo mismo ocurrió frente al fantasma de la gripe porcina en 2009. Los países ricos compraron casi todos los suministros. La OMC instó a compartirlos a Australia, Canadá, Estados Unidos y otros seis. Donaron el 10 por ciento. En las democracias, entre las cuales no se encuentra China, el apuro y la necesidad aceleran la cuenta regresiva hacia las elecciones, como en Estados Unidos, o el precipicio sanitario y económico por la gestión de la crisis. Ningún organismo multilateral tiene la capacidad de imponerles contribuciones a los países, excepto que sus gobiernos midan las consecuencias de no hacerlo como si fuera un bumerán.
Trump invocó la Ley de Producción para la Defensa, prevista para la guerra, y las automotrices comenzaron a fabricar ventiladores. Les puso condiciones a México y Canadá. El presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, presuntamente antagónico con Trump después de haber soportado insultos contra los suyos y de haber tolerado la construcción del muro fronterizo, recibió la primera partida. El primer ministro canadiense, Justin Trudeau, no exento de los desaires de su vecino, negoció las exportaciones de insumos para producir barbijos y batas quirúrgicas. El egoísmo y el nacionalismo comparten el avión, pero las máscaras caen al mismo tiempo.
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