En China, Bill Clinton recibió como una bendición la pregunta de un tal Lee, oyente del programa Ciudadanos y sociedad, de la Radio Popular de Shanghai: “Un amigo y yo notamos que usted está envuelto en varias actividades y se lo ve saludable, con buena figura, señor presidente. ¿Qué deporte practicaba en la universidad y cómo hace para mantener la energía en su trabajo?”. Transcurría 1998. Era el momento más difícil de su presidencia, jaqueada por su relación con Monica Lewinsky. La oposición republicana amenazaba con someterlo a un impeachment (juicio político). Estábamos todos pendientes en ese viaje de un eventual resbalón en suelo enjabonado.
El tal Lee permanecía a mi lado, fuera del estudio, expectante. Parecía bien entrenado con el micrófono. Clinton, del otro lado del vidrio, era el primer mandatario norteamericano que visitaba China tras la masacre de Tiananmen, en 1989. Debía lucirse con su respuesta. “Cuando iba a la universidad, me gustaba jugar básquetbol –dijo, risueño–. Soy un corredor. Lo he hecho durante casi 30 años. Pero hace un año y medio sufrí una lesión en la pierna y no pude correr durante meses. Comencé a trabajar con StairMaster, esa máquina de los gimnasios. Ahora juego golf. Es mi deporte favorito”.
Con sus palabras, Clinton pudo haber inspirado a uno de los mejores golfistas del planeta, Tiger Woods, tal vez más magullado que él tras la procesión en caravana de 10 mujeres que confesaron haber sido sus amantes. El golf no tiene la culpa. Es inofensivo, creo yo. Michael Jordan, estrella de los Chicago Bulls y de la película Space Jam, cambió el básquetbol por el golf. Barack Obama alterna entre ambos deportes, aunque le hayan tenido que dar 12 puntos de sutura en el labio después de recibir un codazo en un partido de básquetbol con su asistente personal, Reggie Love, y algunos miembros de su familia.
Por el golf recibe golpes de otro tipo. En sus vacaciones navideñas en Hawaii debió pedirle disculpas a una pareja de capitanes del ejército que tenía organizada su boda en el hoyo 16 del campo de golf Kaneohe Klipper, en la base militar de Honolulu, y debió cambiar sus planes a último momento porque el presidente iba a jugar el mismo día a la misma hora en el mismo lugar. El área debía ser despejada por razones de seguridad. Obama les pidió disculpas tras la ceremonia, a la cual estaba invitado, pero no pudo evitar las críticas por las molestias causadas. Poco antes, durante las vacaciones veraniegas en Martha's Vineyard, también debió pedir disculpas por desenfundar los palos inmediatamente después de condenar la decapitación del periodista James Foley a manos del Estado Islámico (EI).
El golf siempre ha sido el deporte favorito de los presidentes de los Estados Unidos. La mayoría ha despuntado el vicio en el Burning Tree Club, de Bethesda, Maryland, del cual se convierten en miembros honorarios apenas arriban a la Casa Blanca. En el ranking de los mejores figuran John Fitzgerald Kennedy (considerado experto), Gerald Ford, Dwight Eisenhower (superó las 800 vueltas en sus ocho años de gobierno), Franklin Roosevelt y George Bush padre, aunque haya perdido con su par Carlos Menem en la residencia presidencial argentina de Olivos, según el libro Presidential lies: the illustrated history of White House golf (Mentiras presidenciales: la historia ilustrada del golf de la Casa Blanca), de Sheperd Campbell y Peter Landau.
Entre los peores están William Taft (el pionero, cuyo mandato se extendió de 1909 a 1913), Warren Harding, Woodrow Wilson (llegó a practicarlo sin suerte hasta seis veces por semana), Lyndon Johnson y Calvin Coolidge. Ajenos a los palos (de golf, aclaro) se han mantenido Herbert Hoover (entusiasta de la pesca), Harry Truman (adoraba las cabalgatas) y Jimmy Carter (prefería el softbol, el tenis y el aerobismo). De ellos, Harding, en la Casa Blanca de 1921 a 1923, gozaba de pésimo prestigio como jugador. Tenía la excusa perfecta: decía que no podía pensar y charlar al mismo tiempo mientras los hoyos parecían alejarse cada vez más de las pelotitas que lanzaba.
 
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