Luz, cámara, terror
El Estado Islámico, como antes Al-Qaeda, pone a occidentales contra occidentales en una guerra de imágenes y prédicas fríamente calculada
En la película promocional “El sonido de las espadas”, un dron capta imágenes desde el cielo en la ciudad de Fallujah, Irak, y desciende a un infierno de sangre y fuego coronado por la cobardía, exhibida como valentía, de ejecutar con disparos en la nuca a enemigos desarmados, de rodillas y con las manos atadas, con el latiguillo “Dios es el más grande”. Los tildan de apóstatas. Mientras tanto, la bandera negra del Estado Islámico (EI) ondea en señal de victoria en el extremo superior izquierdo de la pantalla. Las escenas son espeluznantes. Procuran intimidar a los disidentes y reclutar mujahidines (combatientes) para la la jihad (guerra santa) en otros países.
El terror y la mentira corren como pólvora en las redes sociales, utilizadas como vehículo de propaganda del EI. Los videos son editados como piezas de Hollywood. Están hablados en árabe con subtítulos en inglés o viceversa. En uno de ellos, la plegaria del líder, Abu Bakr al Bagdadi, autoproclamado califa Ibrahim al Husayni al Qurayshi, en la mezquita de Mosul, Irak, requirió tres cámaras con tiros diferentes editados en el montaje final. Eso refleja la importancia que asignan a la calidad del mensaje, más allá de que entrañe una brutal condena contra los llamados infieles. La debilidad de los medios electrónicos para difundirlas pasó a ser su fortaleza.
El impacto visual provoca miedo. Es, justamente, lo que persiguen el EI, Al-Qaeda y otras bandas afines, aunque estén distanciadas entre sí, para lograr un cambio político. Declaran de ese modo una guerra psicológica de largo aliento que va más allá de sus víctimas, a veces infelices que no comparten su credo o discrepan con sus opiniones. El miedo afecta el comportamiento de las personas y, al destruir la confianza mutua en la cual se funda la convivencia, desgarra el tejido social. Los medios de comunicación convencionales no son los responsables del terrorismo, pero tampoco pueden negar o ignorar esa pavorosa realidad.
Es una guerra de símbolos. En 2001, aviones comerciales de bandera de los Estados Unidos, símbolos del progreso, se estrellaron contra las Torres Gemelas, símbolos del poder económico, y el Pentágono, símbolo del poder militar. Trece años después, un encapuchado con glamoroso acento británico decapitó a dos periodistas norteamericanos y a un compatriota de él, cooperante en Siria. En todos los casos, más allá de las discrepancias entre Al-Qaeda y el EI, el impacto pretendió ser el mismo: demostrarles a los occidentales que pueden valerse de aquello que creen propio para ponerlo en su contra, inclusive a sus ciudadanos, como ocurrió en 2004 con los trenes en Atocha y en 2005 con el metro en Londres.
El EI no es un Estado ni es islámico, pero actúa como si lo fuera en un territorio del tamaño de Suiza y Austria juntas, en Siria e Irak, en el cual viven ocho millones de personas. Explota pozos de petróleo, su fuente de financiamiento en el mercado negro. Cobra impuestos, como el régimen talibán en Afganistán. E imparte justicia, amputando la mano del ladrón, lapidando al adúltero, decapitando al traidor, sometiendo a la mujer o fusilando en masa en la plaza principal de cada ciudad. A la vista de todos, especialmente de las cámaras, para calar hondo en la psiquis occidental, acaso más entrenada para el morbo y, también, más propensa al miedo.
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