Nada me estremeció más que la tragedia de Salvador y Cecilia. En estos tiempos de cólera, nada me asfixió más que cruzarme con este drama. Salvador tiene 29 años y está preso. Cecilia tenía 32 y está muerta. Salvador la mató a trompadas en plena calle. ¿Se da cuenta porque sentí que el corazón se me estrujaba? Fue en Mar del Plata, cerquita de la playa Varese. Cecilia fue paciente psiquiátrica en el hospital Interzonal y según su madre, estaba acosada por el SIDA. La tenencia de sus dos hijitos pequeños estaba en manos de sus familiares según los dispuso la justicia.

Semejante imagen de un joven de 29 años matando a golpes a Cecilia de 32 es una especie de descenso a los infiernos de la condición humana. Hasta aquí todo parece indicar que fue una historia más de la repugnante violencia contra la mujer. Pero la historia es mucho más compleja. Le cuento que Salvador actuó así para defender a otra mujer, a Sonia, una colombiana de 38 años que era inquilina de Salvador. Cuando escuchó los gritos de Sonia se dio cuenta que una pareja de ladrones le había arrebatado la cartera. Salvador corrió y a dos cuadras alcanzó a Cecilia. Su cómplice pudo escapar. Pero Cecilia no. Le pegó una paliza tan brutal que la mató. Salvador incendió su vida y se transformó en una especie de justiciero y asesino al mismo tiempo. Transformó su gesto solidario de ayuda a una víctima de la inseguridad en algo infinitamente peor: en un crimen. Hizo justicia por mano propia y multiplicó la injusticia. Esta tragedia argentina no tiene victimarios.

Todos fueron víctimas de esta suerte de locura y obsesión que a veces transforma a una persona de bien, a un ciudadano cualquiera, en alguien capaz de matar por una cartera que adentro apenas tenía un manojo de llaves, una camarita de fotos berreta y un pasaporte. Es como la consagración de la irracionalidad. Porque estas batallas solo las tiene que dar el estado con trabajo, educación, justicia y, también, con policías capacitados, honrados y democráticos. Todos los protagonistas ya no serán los mismos. Cecilia perdió su vida, Salvador no pudo salvarse, perdió su libertad y está acusado de homicidio y Sonia perdió la sonrisa y su conciencia será una película de terror. El estado ausente, la falta de dedicación de las autoridades, la subestimación de un tema que por mucho tiempo estuvo negado hasta la obsesión por el matrimonio Kirchner confluyen en esta crónica de una muerte brutal. Cecilia tenía antecedentes por hurto y era un subproducto de un estado que solo se acuerda de los marginales y los excluídos cuando se defienden atacando de la peor manera. Cuando violan la ley porque para ellos nunca existió la ley.

Ayer dijimos que el primer derecho humano es el derecho a la vida que hoy es el derecho a alimentarse, a tener salud y también, a tener seguridad. A poder vivir en paz y tranquilidad con nuestras familias. Esa es la aspiración de toda sociedad democrática. No es un tema ideológico. Es un valor universal y profundo. Ese derecho a vivir en paz no lo tuvo ni Cecilia, ni Sonia ni Salvador. La sociedad que somos todos y el gobierno que son algunos está en deuda con ellos tres. Ellos y nosotros merecemos vivir en paz con nuestros hijos sin morir en el intento.