Primer Mundo, paradero desconocido
En su libro ¿Dónde queda el Primer Mundo?, Hinde Pomeraniec y Raquel San Martín ofrecen una hoja ruta para comprobar si existe ese lugar ideal o, incluso, si alguna vez existió
Apenas la mitad de las personas de treinta años de los Estados Unidos gana más que sus padres cuando tenían su edad, según un estudio de las universidades de Stanford, Harvard y California. Se trata de una caída descomunal frente al promedio de comienzos de la década del setenta, cuando los ingresos de casi todos los hijos superaban los de sus progenitores. La falta de empleo y las magras remuneraciones, sobre todo las de los jóvenes a pesar de haber recibido mejor formación que sus mayores, nublan el horizonte. Entonces, ¿Dónde queda el Primer Mundo?
Buena pregunta y buen título del formidable libro de las periodistas Hinde Pomeraniec y Raquel San Martín, fruto de una paciente y minuciosa investigación. La pregunta entraña en sí misma una respuesta o, quizá, da una pista: “Al igual que Mafalda hace cincuenta años, la mayoría de las personas nos preguntamos dónde queda ese lugar en el mundo en el que las cosas funcionan, la democracia se impone como sistema y la gente vive feliz en un marco de equidad y justicia”. ¿Existe ese lugar? ¿Existió alguna vez? Desde Aristóteles, tres siglos antes de Cristo, el fin de la polis es “la felicidad de los ciudadanos”. Debería serlo, en realidad.
La felicidad, en principio, depende de la prosperidad. Mientras el aumento de la prosperidad atenúa el impacto de los problemas económicos y sociales, su ausencia sólo aviva una reacción: el disgusto. Esa reacción encuentra como destinatarios al gobierno de turno y los partidos políticos tradicionales, por ser los más cercanos, y despierta expectativas en las alternativas para salir de la crisis, más allá de que sus idearios soslayen, a veces, valores fundamentales, como la libertad y la democracia.
El disgusto polariza. Hizo de las suyas, con suerte diversa, en Islandia, España, Grecia, Francia, el Reino Unido y los Estados Unidos, así como en la aparentemente remota Primavera Árabe. La prosperidad, diluida en esos confines, no es sólo un anhelo económico. Es también un pilar político. Sostiene la democracia. Le da sustento. Si no tengo expectativas de mejora personal y colectiva respecto del presente y del pasado, qué me lleva a respaldar a un proyecto político que me ofrece más de lo mismo con la posibilidad de que mi situación se mantenga estable o empeore.
En las ciencias políticas, la teoría de la consolidación democrática dice que el sistema no varía cuando los países forjan instituciones solventes, una sociedad civil sólida y cierto grado de riqueza. Yascha Mounk, catedrático de Harvard especializado en gobierno, y Roberto Stefan Foa, experto en ciencias políticas de la Universidad de Melbourne, Australia, refutan esa teoría. Formulan tres preguntas: qué tan importante es para los ciudadanos que su país siga siendo democrático, cómo ven las formas de gobierno no democráticas y cuánto respaldo tienen los partidos y los movimientos que se oponen al sistema.
Donde se redujo el apoyo a la democracia crecieron los otros dos parámetros. Llamaron a ese fenómeno desconsolidación. Eso no ocurrió en el Tercer Mundo, sino en los Estados Unidos, el Reino Unido, los Países Bajos, Suecia, Nueva Zelanda y Australia, entre otros países del Primer Mundo. En ellos, muchos piensan que no es “esencial” vivir en una democracia. Cuando eso sucede, crece el apoyo a líderes autocráticos, críticos del sistema, como Donald Trump en los Estados Unidos, Marine Le Pen en Francia, Beppe Grillo en Italia, Pablo Iglesias en España y Alexis Tsipras en Grecia, entre otros.
En esta globalización de la antiglobalización, como la define Timothy Garton Ash, catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, “la Rusia de Vladímir Putin se parece mucho al fascismo, la Turquía de Recep Tayyip Erdogan está pasando rápidamente de la democracia autoritaria al fascismo y la Hungría de Viktor Orbán ya es una democracia autoritaria”. En Alemania, Francia y los Países Bajos, con elecciones en 2017, las culpas del crecimiento escaso, de la retracción del empleo y del apoyo a los mercados en desmedro de los ciudadanos recaen en los gobiernos de turno y en los partidos tradicionales. Es una señal de alarma, como la fiebre antes de la gripe.
La caída del Muro de Berlín, en 1989, terminó con el comunismo. ¿La caída de Wall Street, en 2008, terminó con el capitalismo? No, responden Pomeraniec y San Martín: “La inequidad es la preocupación sobre la que gira hoy el pensamiento de políticos e intelectuales. Las cifras señalan que a nivel global la desigualdad no es ahora mayor que antes, pero lo que hay, en todo caso, es una mayor claridad para advertir que un país más justo en el reparto tiene muchas más chances de ser exitoso en su camino al desarrollo económico, político y social. La desigualdad global en términos de riqueza por habitante es tan evidente como obscena”.
Una investigación del McKinsey Global Institute también apela a una pregunta como título: Poorer than their Parents? (¿Más pobres que sus padres?). El estancamiento de los salarios es el más severo desde la Segunda Guerra Mundial, así como el envejecimiento de la población. Eso contribuyó al desequilibrio en Europa, también agobiada por los atentados terroristas y por el arribo de los refugiados. El disgusto combina esos factores con la incertidumbre. Tal vez parecida a la de Mafalda en los años los años sesenta y setenta: “Cuidado. Irresponsables trabajando”, colgó un cartel en el globo terráqueo.
@JorgeEliasInter | @Elinterin
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