Rompan todo; paga Trump
La gran virtud del nuevo presidente de los Estados Unidos es su formidable habilidad para mejorar la imagen global de sus adversarios
En poco más de un cuarto de hora, lo que duró su pletórico discurso de investidura, Donald Trump rompió con el orden establecido. Y en una semana de mandato demostró con creces que no había soltado de casualidad la llamativa palabra “masacre” en esa infausta pieza de su autoría. Describió a los Estados Unidos como si estuvieran al borde del colapso. Esa visión quimérica y apocalíptica resultó ser la base argumental de un plan aislacionista en lo político, proteccionista en lo económico y xenófobo en lo social. Un plan de escasos amigos que, a su vez, no son los mejores para apuntalar la supremacía norteamericana en un planeta huérfano de líderes.
Los Estados Unidos con Trump, como el Reino Unido con su salida de la Unión Europea, decidieron archivar dos siglos de hegemonía anglosajona en todos los órdenes, desde el cultural hasta el militar. En el caso de Trump, tendiendo muros físicos e ideológicos, que son aún peores que los otros, la cerrazón fortaleció en un santiamén la imagen global de sus presuntos adversarios.
Es la gran paradoja de la era Trump, capaz de bendecir a los rivales con sus insultos y de hundir a los leales con sus elogios. Sin filtro, vía Twitter.
Xi Jinping, presidente de China y secretario general del Partido Comunista de ese país, el más poblado del planeta, celebró el año nuevo chino 4715, consagrado al Gallo de Fuego, como el campeón de la globalización y del libre comercio. Nada raro en un país que crea un multimillonario cada tres días. La globalización y el libre comercio eran las banderas del Partido Republicano, al cual supuestamente pertenece Trump, en las antípodas de los demócratas, aliados de los sindicatos y de la clase obrera. Otra gran paradoja de la era Trump.
Enrique Peña Nieto, presidente de México, se sobrepuso de sus enormes problemas domésticos y su ínfima popularidad por objetar el muro fronterizo. Lo logró entre los dirigentes políticos de su país, no entre la población, sofocada por índices de violencia y de quebrantos que no dejan de turbarla. Su tardía firmeza frente a Trump, recibido en la ciudad de México con pompa y ceremonia de jefe de Estado cuando era candidato, no atenúa el clamor popular frente a las matanzas casi cotidianas, la corrupción, el alza del precio de la gasolina y los reclamos por los estudiantes desaparecidos en Ayotzinapa.
Trump puso al mundo patas para arriba de la noche a la mañana. Retiró a los Estados Unidos del Tratado de Asociación Transpacífico (TPP), acuerdo con once países de la cuenca del Pacífico que representan el 13,5 por ciento de la economía mundial, y anunció la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Nafta) con México y Canadá. Prometió recortar el apoyo a organismos internacionales, como la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Sepultó el Obamacare, pieza clave del legado de Barack Obama. Autorizó la ampliación de dos polémicos oleoductos a contramano de los ambientalistas. Defendió las abominables técnicas de interrogatorio de sospechosos de terrorismo, como la asfixia simulada (waterboarding). Suspendió el ingreso de ciudadanos y refugiados de siete países cuya población es mayoritariamente musulmana. Y siguieron las firmas de una batería de órdenes ejecutivas, además de la promesa de ordenar una investigación sobre un presunto fraude electoral en 2016 y de las consuetudinarias diatribas contra el periodismo.
Entre las órdenes ejecutivas, la construcción de la medianera en la frontera sur, valuada entre 12.000 y 15.000 millones de dólares por el Congreso de los Estados Unidos, y la imposición de su pago a México por vías impiadosas, como un impuesto del 20 por ciento a los productos importados de ese país o la quita de parte de las remesas que envían a sus parientes los mexicanos radicados en los Estados Unidos, puso al rojo vivo la relación bilateral. Peña Nieto canceló su visita a Washington y se zambulló en un mar de alabanzas de la oposición política.
Las redadas de trabajadores ilegales disminuyeron durante el gobierno de Barack Obama, aunque en esos años hayan sido deportados 2,5 millones de inmigrantes. Una cifra récord. La mira estuvo puesta en quienes acababan de cruzar la frontera y, del lado norteamericano, en quienes contrataban a aquellos que tenían condenas. En 2015, el Instituto de Políticas Migratorias calculó que 820.000 de los cerca de 11 millones de inmigrantes que viven en forma ilegal en los Estados Unidos tenían antecedentes penales. Obama, apodado Deporter in Chief, devolvió al remitente a unos 530.000 inmigrantes condenados por delitos desde 2013.
La agresiva política de Trump ya hizo de las suyas infundiendo miedo hasta en aquellos cuyos papeles están en regla. Las denominadas ciudades santuario, como Nueva York, Los Ángeles y Chicago, se alzaron ahora en defensa de los indocumentados, así como las mujeres marcharon un día después de la investidura de Trump en resguardo de su dignidad. Son otras paradojas de la era Trump, signada por las amenazas y los malos modales, no por la improvisación.
@JorgeEliasInter | @Elinterin
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