En eso, uno de ellos dijo: “He matado 399 cucarachas. Immaculée sería la número 400. Es un buen número para matar”. Del otro lado de la pared, “a menos de tres centímetros del estuco y madera que nos separaban”, Immaculée Ilibagiza, aterrada, aferraba su única tabla de salvación, el rosario rojo y blanco que le había regalado su padre. “Me agazapé en la esquina de nuestro minúsculo baño secreto sin mover un músculo”, recuerda. En esa precaria guarida de un metro de ancho por un metro veinte de largo sobrevivió durante 91 días con siete mujeres. Más de un millón de personas iban a ser masacradas en ese infierno desatado en Ruanda en 1994.
Immaculée, de 22 años de edad, católica devota, estudiaba ingeniería, rara avis en un país machista y pobre de África central. Estuvo en estos días en “la tierra del Papa”, la Argentina, memorando el horror y pregonando el perdón. Sobre sus pesares en el genocidio, una de las mayores vergüenzas de la historia contemporánea por la tardía reacción internacional, escribió dos libros testimoniales cuyos títulos, hilvanados, resumen su calvario y su certeza: “Sobrevivir para contarlo” y “Guiada por la fe”. De sobrevivir para contarlo guiada por la fe se nutre su vida. Perdonó a los asesinos y a los vecinos que, presas del odio, iban por ella con machetes y lanzas.
El 6 de abril de 1994, un misil derribó el avión en el que iba el presidente de Ruanda, Juvénal Habyarimana, con su par de Burundi, Cyprien Ntaryamira. La radio pública clamaba “el poder de los hutus” en venganza contra la minoría tutsi, a la cual pertenece Immaculée. El movimiento paramilitar Interahamwe (literalmente, aquellos que atacan juntos) barrió el país amputando extremidades con machetes, quemando personas vivas, obligando a los infectados de sida a violar mujeres y ejecutando a mujeres, niños y bebés. Escondida con las otras mujeres en ese baño del tamaño de un ropero, en la casa del pastor protestante Murinzi, ella rezaba 27 rosarios por día. Casi toda su familia, excepto un hermano, había sido masacrada.
¿Por qué tanto odio? En 1962, Ruanda y Burundi se independizaron de Bélgica. Entonces, aumentaron los enfrentamientos entre hutus y tutsis, aunque no se diferencien por rasgos étnicos ni lingüísticos. Los recelos datan del siglo XV, cuando los tutsis invadieron Burundi, dominado por los hutus, y comenzaron a controlar la política, el ejército y la economía a pesar de ser una minoría. En 1994, los hutus creyeron que había llegado el momento de vengarse. Las tropas francesas acogieron a Immaculée cuando se marchó con las otras mujeres del baño. En él habían dormido apilados y habían pasado hambre en tenebroso silencio.
En ocasiones se preguntó: “¿Cómo puedo perdonar a las personas que están tratando de matarme, a las personas que han aniquilado a mi familia y a mis amigos?”. Halló la respuesta frente a Felicien, asesino de su madre y uno de sus tres hermanos, a pesar de haber sido compañera de sus hijos en el colegio primario. Fue a verlo a la prisión. Estaba hecho un harapo. El burgomaestre, amigo de su padre, le exigió al cabecilla hutu que le explicara sus crímenes. Felicien rompió en llanto. “Me estiré hacia él, toqué sus manos ligeramente y le dije en voz baja lo que había venido a decirle: lo perdono”, cuenta ella. El perdón era lo único que podía ofrecerle.
Con tesón, Immaculée consiguió empleo en la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en su país. Allí conoció a su marido, Bryan Black, abogado norteamericano que debía establecer el Tribunal Criminal Internacional para Ruanda. Viven en Long Island. Tienen dos hijos. Ella continúa trabajando en la ONU, ahora en Nueva York, y conduce la Fundación Ilibagiza, encargada de atenuar los efectos a largo plazo del genocidio en su país. “No perdonar puede darnos un pequeño placer, pero es muy bueno saber que podemos cambiar y vivir en paz”, dice. ¿Quién puede contradecirla? El amor de un solo corazón, nos enseña, puede marcar la diferencia.