“Los refugiados prefieren ir a Europa”, dijo Roberto Khatlab, director del Centro de Estudios y Culturas de América Latina en la Universidad del Espíritu Santo de Kaslik, del Líbano. Le había preguntado por qué no van a los países de la península Arábiga, más ricos, cercanos y, en principio, amables por la religión y el idioma. Cuatro millones de refugiados viven en el Líbano, Jordania y Turquía, fronterizos con el caos de Siria e Irak. Con su respuesta, Khatlab, brasileño de origen libanés, se mostró cauto frente a las críticas contra Arabia Saudita, Qatar, Kuwait, Bahréin, Emiratos Árabes y Omán por mantenerse distantes del drama de los refugiados, más allá de sus generosas donaciones. Sus rentas per cápita superan las de otros países de la región.
Durante la primera conferencia del seminario Mediatizaciones II, organizado por la Fundación Nínawa Daher en la Facultad de Ciencias de la Comunicación y de la Educación de la Universidad del Salvador, de Buenos Aires, Khatlab redondeó la presentación del Líbano que había hecho el embajador de ese país en Argentina, Antonio Andary. Lo llamó “el país del mensaje”. Parafraseó al papa Juan Pablo II cuando exaltó la integración de confesiones, etnias y culturas. Algo que honró en vida la periodista argentina Nínawa Daher, descendiente de libaneses, y que, tras su temprana partida, continuaron sus padres, Ghandour y Alicia, a través de la fundación que lleva su nombre.
¿Por qué los países petroleros de la península Arábiga optan por donar fondos al Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) en lugar de abrir sus fronteras, aunque ellos digan que no las han cerrado y que, en los últimos años, han recibido miles de refugiados? Ninguno ha firmado la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951. Ese tratado de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) define a los refugiados, así como sus derechos y las responsabilidades de los países receptores. Sus ciudadanos se han lanzado en las redes sociales a pedirles a las monarquías que acojan a quienes huyen de la guerra siria y del Estado Islámico (EI), así como de las penurias económicas.
La respuesta, según el diario catarí Gulf Times, ha sido “un silencio ensordecedor”. Con las donaciones y algún gesto aislado, como la decisión de Kuwait de prolongar los permisos de residencia de 120.000 sirios, procuran atenuar los reproches, incluida la sospecha de haber armado a las facciones islamistas que provocaron la crisis. Es cierto, como dijo Khatlab, que quienes se ven obligados a abandonar sus casas intentan arribar a Alemania y el Reino Unido, más allá de que también pidan asilo en países hostiles como Hungría y Serbia. También es cierto que no tienen incentivos para trasladarse a otros países de la región, aunque sean prósperos gracias al petróleo.
Frente al drama, Europa se ha visto sorprendida por la ausencia de una política de asilo. Estados Unidos prometió recibir a 10.000 sirios en un año. Algunos países latinoamericanos, como Brasil, Uruguay, Argentina y México, han dicho que también pueden recibirlos. La distancia y la incertidumbre, sobre todo después del malestar de las cinco familias sirias radicadas en Montevideo en octubre de 2014, desalientan la aventura de cruzar el Atlántico.
Les queda jugarse la vida en el Mediterráneo o en los Balcanes o radicarse en países vecinos que, como Egipto, tampoco son estables ni disponen, entre otras cosas, de colegios suficientes para los niños. Sólo el Líbano, sin gobierno por discrepancias políticas y envuelto en protestas, y Turquía albergan diez veces más refugiados que Europa. Es, según el ACNUR, "la mayor población de refugiados de un solo conflicto en una generación".
 
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