Tiempos violentos
El atentado terrorista en Túnez delata la intención de los fundamentalistas de hacer descarrilar el proceso de democratización posterior a la Primavera Árabe
La masacre terrorista en el museo tunecino del Bardo puso de nuevo en evidencia la fragilidad de los sistemas de seguridad. En este caso, los del único país del norte de África en el cual, durante la Primavera Árabe, prosperó la democracia tras la caída de una dictadura. El asesinato de una veintena de turistas a tiro de piedra de Europa ha sido reivindicado por el Estado Islámico (EI). Fue el atentado más grave desde la revolución de 2011. Tuvo un blanco preciso: el turismo extranjero, principal fuente de ingresos del país. Pone cuesta arriba la gestión del primer ministro Habib Essid, elegido en febrero de 2015 por la Asamblea de Representantes del Pueblo.
Menos trascendencia adquirió casi a la misma hora la matanza de más de 150 personas en Saná, capital de Yemen, tras brutales ataques del grupo sunita EI contra mezquitas chiitas. Poca gente va de vacaciones a ese país. En Yemen, a diferencia Túnez, la Primavera Árabe descarriló en diez meses de revueltas, el final de la dictadura de Alí Abdula Saleh y el ascenso de su segundo, Abd-Rabbu Mansour Hadi, gestor de una transición durante la cual Saleh y los suyos defendieron sus intereses desde las sombras. La minoría zaidí (chiita, apoyada por Irán), mientras tanto, enfrenta a la mayoría sunita (apoyada por Arabia Saudita y emparentada con el EI).
En su informe anual, Amnistía Internacional (AI) culpa al Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) de su alarmante pasividad frente a la violencia y la aparición de grupos armados como el EI y el Frente Al Nusra (rama siria de Al-Qaeda), entre otros, así como frente a la represión de los gobiernos. En Siria, tras cuatro años de guerra civil y más de 200.000 muertos, 7,6 millones de personas se han visto forzadas a abandonar sus hogares y casi cuatro millones han emigrado a otros países, en especial Jordania, el Líbano y Turquía. La violencia también se ha ensañado contra los civiles en Irak, Gaza, Ucrania, Yemen, Libia y, ahora, Túnez.
Desde Al-Qaeda hasta los fundamentalistas del grupo proscripto Ansar al Sharia y los salafistas enrolados en el EI desean hacer volar por los aires la incipiente democracia tunecina. Después de la caída del dictador Zine al Abidine Ben Alí creció tanto el extremismo que el país, embarcado en fortalecer sus instituciones, pasó a ser una suerte de criadero de mujahidines (combatientes jóvenes) de la jihad (guerra santa) en Siria e Irak. El ejército no puede frenar la agitación jihadista en la frontera con Libia, nueva plataforma del EI.
La alianza del EI con Boko Haram, tristemente célebre en Nigeria por los secuestros de cientos de niñas, complica aún más las cosas. Esos grupos comulgan con la idea de crear un califato tras desentenderse de Al-Qaeda y amenazan con traspasar fronteras mientras los Estados Unidos e Irán, enfrentados desde la revolución de los ayatollah de 1979, se contentan con repeler juntos al EI en Irak. En realidad, preparan el terreno para un acuerdo sobre el programa nuclear. Tramitan con el mismo fin un pacto con el dictador sirio Bashar al Assad, acusado en 2013 de usar armas químicas contra su pueblo, como supo hacerlo Saddam Hussein en Irak.
A su vez, agrega el informe de AI, los Estados Unidos enfrentan una paradójica ola de violencia racial mientras transita su último tramo de gobierno el primer presidente afroamericano de la historia, Barack Obama. Las protestas crecieron después de las decisiones de los jurados de Ferguson, Misuri, y Staten Island, Nueva York, de liberar de culpa y cargo a agentes de policía blancos acusados de la muerte de negros desarmados. El racismo también crece en Brasil. En México, la desaparición de 43 estudiantes dejó una vez más al descubierto la complicidad entre las autoridades estatales y las bandas criminales emparentadas con el narcotráfico, como ocurre en América Central y más al sur.
Vladimir Putin hace de las suyas en Ucrania, inmune frente a las sanciones de la Unión Europea y los Estados Unidos, mientras Irak, Israel, Rusia, Sudán del Sur y Siria reciben armas “a pesar de las altísimas probabilidades de que sean utilizadas contra poblaciones civiles”, según el informe de AI. En 2014 cometieron abusos 35 grupos armados supuestamente no vinculados con Estados nacionales. La violencia pega donde más duele. Francia, sacudida por la masacre en la redacción del semanario satírico Charlie Hebdo y la toma de rehenes en una tienda de comida judía, tiene tropas en Mali, Irak y Siria. No han sido la causa de los atentados, pero han contribuido a su ejecución.
Entre 2010 y 2014, los Estados Unidos y Rusia exportaron el 48 por ciento del armamento mundial, según el Instituto Internacional de Investigaciones sobre la Paz de Estocolmo (Sipri). En el tercer lugar está China, proveedor de Pakistán, Bangladesh y Myanmar. Los principales clientes de los Estados Unidos, cuyas ventas crecieron un 23 por ciento, resultaron ser Corea del Sur, los Emiratos Árabes Unidos y Australia. Rusia, que exportó un 37 por ciento más en ese período, envió armas a la India, China y Argelia. Los países que más importaron armas en esos años fueron la India, Arabia Saudita, China, los Emiratos Árabes Unidos y Pakistán.
En la mayoría de los casos, las víctimas de la violencia armada son las minorías étnicas y religiosas, así como los ciudadanos de a pie. Todos se ven desprotegidos por Estados nacionales que, en algunos casos fallidos, no responden a su razón de ser. La básica y elemental: brindar seguridad. La oficina de derechos humanos de la ONU instó ahora al Consejo de Seguridad a remitir el genocidio en Irak de la minoritaria comunidad yazidí (previa a los musulmanes), a manos del EI, a la Corte Penal Internacional (CPI). Puro trámite mientras, en el terreno, miles de inocentes siguen cayendo como muñecos en un parque de diversiones.
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