Como señaló el crítico Jorge Montiel, Samuel Beckett es al teatro lo que Arnold Schöenberg es a la música y James Joyce a la literatura: un gran revolucionario. Esta nueva puesta de “Final de partida”, dirigida por Alfredo Alcón y protagonizada por él mismo y Joaquín Furriel, es una nueva demostración de su genio y vigencia.

En un escenario inesperadamente angular, como una flecha que apunta al público, la atmósfera lúgubre de un espacio indefinido muestra tan solo dos tontas ventanitas, muy altas en un muro gris, un par de tachos de basura contra la pared, algunas bolsas y residuos sin sentido, y en el centro justo de la escena, sentado en un tosco sillón con rueditas, un paño ensangrentado sobre la cara y cubierto por una sábana sucia, está Hamm (Alfredo Alcón), un viejo ciego por momentos menesteroso y por lo general despótico y cruel.

Su sirviente Clov (Joaquín Furriel), tal vez su hijo adoptivo, trata de controlar la ira y responde sumiso a sus caprichosos mandatos. Entre ellos se desarrolla esa maquinaria dialéctica del poder que llena de maligna satisfacción al amo, y de un inexpresable rencor al esclavo. Dentro de los tachos de basura viven los padres de Hamm.


Todo en “Final de partida” tiene una intensa entidad dramática, hasta la escalera que utiliza Clov para alcanzar una y otra ventanita, para abrirlas y cerrarlas cada vez, y constatar la nada oscura que reina del otro lado, el caos en el horizonte, la traición de la naturaleza. En el estilo circular, aliterado y filoso de Beckett, los diálogos entre Hamm y Clov, y a su modo los de Nell y Nagg (Graciela Araujo y Roberto Castro), devanan la cadencia esencialmente poética que recorre la obra, su mirada desesperada y raro humor. Hamm no puede pararse, Clov no puede sentarse, y los padres viven en los tachos porque perdieron las piernas en un accidente de bicicleta.
Alfredo Alcón ya había dirigido y protagonizado “Final de partida” en 1990, para la inauguración del teatro Andamio 90. Hoy, cuando está por encima de toda consagración, Alcón deslumbra con el universo insondable de su personaje, su voz, el latido de sus virajes, la diversión que se adivina por dentro, la visita al horror.

Y Joaquín Furriel, se ve, es capaz de cambiar de tamaño arriba del escenario: es el héroe musculoso que irradia energía en “La vida es sueño”, como Segismundo, y luego se convierte en el enjuto y encorvado Clov, un joven de mirada ausente y gestos contenidos. Bajo una luz sutil, el juego de tablero entre el rey y el peón magnetiza al espectador con sus palabras secas y sus vibrantes silencios.

Esta pieza, considerada como la obra maestra de Beckett, entre otros por el crítico Harold Bloom, muestra la delicada filigrana que puede tejer el lenguaje, aun llevado a su esencia más despojada y sin desenlace dramático a la vista. Nacido en Dublín, el mismo Beckett decía que había elegido escribir en francés para escapar de toda sospecha de estilo. Sólo la risa, la desolación y la musicalidad.