¡Te quiero Diego!
Esta columna fue escrita justo, hace un año. “Nací en 1994, tengo 26 años. No tengo recuerdos de haberlo visto jugar en vivo ni un minuto. Y, sin embargo, es el jugador del cual más minutos de juego he visto en mi vida”.
Inicio estas humildes líneas con el corazón, en primera persona y contra todo manual periodístico jamás escrito. No tengo ánimos de realizar una crónica, una reseña, una noticia. Esto se trata tan solo de una descarga prácticamente incontrolable, un brote. Nací en 1994, tengo 26 años. Comencé a ver fútbol a partir del Mundial de Francia 1998. Diego Armando Maradona se retiró el 25 de octubre de 1997. No tengo recuerdos de haberlo visto jugar en vivo ni un minuto. Y, sin embargo, es el jugador del cual más minutos de juego he visto en mi vida.
Maradona fue el mejor jugador de todos los tiempos. No hubo nadie como él en una cancha de fútbol, nunca. Pero, fue mucho más que eso. Es curioso como al lado de una figura de esta envergadura puede parecer poca cosa el hecho de ser el que mejor ha jugado el deporte más popular del mundo. Sin embargo, sí, es solo una pequeña porción de lo que fue.
Como la mayoría de los terrestres jamás lo conocí a Diego. Lo más cerca que estuve de él fue una maravillosa tarde de 2019 cuando lo tuve a unos 50 metros en la cancha de Gimnasia de La Plata. Y aún así lo llamo Diego. Es Diego. Y su partida duele acorde a su cercanía. Se fue un símbolo, se fue un superhéroe, se fue el tipo que en la cancha revirtió las injusticias de la vida. Las suyas y las de tantos otros.
La de ser un pibe de Villa Fiorito, que salió de una casa donde a pesar del esfuerzo de los viejos no siempre había para que todos comieran. Porque aquel que nace abajo parece destinado a tener que pelear ahí toda su vida, en nuestro país. Y Diego demostró que no.
La del sur pobre y marginado de la Italia rica. Los tratados como inferiores, los discriminados y maltratados que vieron a los poderosos de Roma, Milán y Turín arrodillarse ante un pibe argentino de rulos que a fuerza de coraje, picardía y hermosuras los puso en el lugar que se merecían.
Y la de tantos pibes que fueron mandados a morir en una guerra absurda en la Islas Malvinas. Ya sé, el fútbol no es una guerra, no arregla las injusticias sociales ni corrige aquello que decididamente está mal. Pero por un rato, esa fracción de tiempo tan difícil de definir, nos hace sentir que todo eso se fue. Solo por un rato. Que toda injusticia, que toda desgracia, que toda dificultad se va por un lapso, en el que solo importa el destino de esa pelota. Y ese sentimiento de triunfo, de haber logrado todo al no haber logrado nada, no se puede subestimar. ¿Que somos más que un conjunto de sentimientos? Y si sentimos que podemos todo, podemos todo. Y si sentimos eso, en parte es por él.
Porque los que nunca ganamos, ganamos con Diego. Y los que no fuimos contemporáneos, no nos damos por vencidos, porque sabemos que se puede, que hubo un tipo que ganó y ganó por él y ganó por nosotros. Hubo quien las dio vuelta todas y llevó en el pie izquierdo entre el botín y la pelota la bandera de los de abajo, en todo aspecto, de acá para allá.
Ah, y todo con una belleza única. Sublime. En el fútbol que me toca vivir solemos correr atrás de los resultados y, es cierto, Diego ganó. Pero es, además, un esteta por naturaleza. Un hombre que al verlo controlar, levantar, patear, cabecear una pelota, genera inmediatamente placer.
Los ojos se nos llenan al ver la jugada del gol de Caniggia a Brasil, el tiro libre sin distancia a la Juventus o el gol sentando a Tarantini y a Fillol jugando para Boca, tanto como al ver como a sus casi 60 años le tira un caño a una persona que pasa desatenta. Es posible que haya una añoranza del pasado, pero fundamentalmente hay una belleza indescriptible en sus formas.
Pero además de todo eso y de tanto más, se fue un hombre. No tengo la más mínima intención de poner en tela de juicio popular los valores de ese hombre, como posiblemente no me interese hacerlo con ningún ser humano. Muchas veces pareciera que el deporte favorito por estas latitudes es ensalzar a una persona por sobre el resto de los mortales o denostarlo y condenarlo al averno. Pero mucho más allá de eso, créanme cuando afirmo que yo a Diego lo quiero. Jamás crucé palabra. Jamás supo de mi existencia. Pero lo quiero.
Y quererlo implica muchas cosas. Ser feliz con su felicidad, llorar al verlo mal, pasar días preocupado al notar que algo le sucede, enojarse al sentir que era usado, culparme al no poder hacer nada. Diego es un ser querido, su pérdida es la de un ser querido y como tal lo sentimos los que lo queremos. Y este sentir no admite cuestionamientos. Como ningún sentimiento. Se entiende el mito, se admira a la leyenda y, por supuesto, se venera lo conseguido en tal condición. Pero se quiere al hombre que hay detrás. A ese que vimos tan fuerte y tan frágil. A ese que era amado por millones pero anhelaba ser querido.
Habrá tiempo para indagar y para buscar responsables -que los hay- de la situación a la que llegó. Habrá lugar para que aquellos que buscaron que no sea él para poder explotar su figura sufran la condena popular. Habrá tiempo para cuestionar al Estado que en medio del dolor de la familia permitió que un grupo de barrabravas que le son serviles en manifestaciones espurias se arroguen un mito popular.
Hoy es tiempo de dejarlo descansar en paz. De devolverle el amor que dio. De que donde sea que esté pueda percibir lo que se lo quiere. Porque no se lo quiso, se lo quiere y se lo querrá siempre. Llenos de dolor, de lagrimas y de angustia, pero transmitiendo cariño. Símbolo y hombre, humano y Dios. Te quiero, Diego.