¿Misión cumplida?
¿De qué misión cumplida hablamos cuando el régimen talibán logra instaurar la sharía en desmedro de los derechos humanos y el ISIS-K, divorciado de Al-Qaeda, actúa por su cuenta?
Misión cumplida. ¿Misión cumplida? El fracaso fortifica a los fuertes, según Antoine de Saint-Exupéry, autor de El Principito. ¿Quiénes son los fuertes? Los talibanes, más allá de la perorata de Joe Biden sobre el final de la guerra más larga de la historia. El fracaso, como la necesidad, tiene cara de hereje. Palabra que no sólo se atribuye a la persona que niega alguno de los dogmas establecidos por una religión, sino también al descreído. Esa impresión dejó Estados Unidos después de dos décadas de ocupación militar en Afganistán. La de un mundo desconfiado de su autoridad como nación indispensable.
¿Es el final de una era, como pudo serlo para Gran Bretaña la debacle del Canal de Suez, en 1956, o para la Unión Soviética el retiro de Afganistán, en 1989, poco antes de la caída del Muro de Berlín y de su propia desintegración? Biden, a diferencia George W. Bush en Irak, no pudo celebrar una victoria. En aquella guerra tampoco Estados Unidos podía jactarse de haber resuelto el problema con la ejecución de Saddam Hussein. El problema, tras la voladura de las Torres Gemelas, no consiste en propagar democracias, como parecía que iba a ocurrir en la Primavera Árabe de 2011, sino en evitar atentados en su territorio como los de 2001.
La creciente sensación de decadencia de Estados Unidos, como escribe Jon Lee Anderson en la revista The New Yorker, requiere un punto de inflexión. En el caso de los soviéticos, “el Ejército Rojo se iba de Afganistán porque quería, no porque hubiera sido derrotado”. Arabia Saudita y Pakistán, supuestos socios de Estados Unidos, “estaban de fiesta”, más allá de que iban a guiñarle el ojo a la dictadura talibana, instaurada entre 1996 y 2001. Si los soviéticos dejaron un cementerio, los norteamericanos dejaron otro con un irreversible triunfo indirecto de sus principales rivales: China y Rusia.
La alegría, si existió, duró poco. La cercanía geográfica representa un riesgo para ambos gobiernos: ¿cómo lidiar con un emirato islámico que, fortalecido por el tráfico de opio y los atentados terroristas, derivó del fiasco de Estados Unidos y de Europa? El canciller chino, Wang Yi, fracasó en su intento de convencer a su par norteamericano, Antony Blinken, de que Estados Unidos no retirara sus tropas. Lo mismo hizo el enviado especial de Vladimir Putin para Afganistán, Zamir Kabulov. Era misión cumplida para Biden o, en su léxico, el final de una “guerra eterna” que se cobró 2465 vidas de norteamericanos y millones de dólares.
La Unión Europea también pidió una prórroga. Fuera de bloque, el fiasco llevó al presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores de la Cámara de los Comunes del Reino Unido, Tom Tugendhat, a compararlo con la crisis británica de Suez. Un fracaso tras otro: desde Afganistán e Irak con la cacareada guerra mundial contra el terrorismo hasta la intervención en Libia y la línea roja en Siria. La sucursal regional del Daesh, ISIS o Estado Islámico en Khorasan (ISIS-K, en inglés), enfrentada con los talibanes, responsable de unas 170 muertes en el aeropuerto de Kabul, dejó su sello.
La crisis de un país paralizado, con peligro en alza como la inflación y derechos humanos en baja, no repara en razones políticas para dejar a mujeres y niñas a merced de bestias cegadas por la sharía (ley islámica). Que se muestren dóciles frente a la comunidad internacional para ser reconocidas no garantiza nada. La ayuda del exterior se redujo a cero, excepto de los regímenes involucrados en el acuerdo de Donald Trump con los talibanes como el de Qatar, del cual quedó excluido el expresidente fugado Ashraf Ghani después de la docilidad de Barack Obama con el anterior, Hamid Karzai, encargado ahora de la transición.
La ayuda internacional representa el 40 por ciento del Producto Bruto Interno de Afganistán. Uno de cada tres afganos come mal y salteado. Dos millones de niños necesitan tratamiento urgente, según el Programa Mundial de Alimentos de la ONU. La mitad de la población requiere asistencia para sobrevivir, repone el secretario general de la mayor organización mundial, António Guterres: “Se avecina una catástrofe humanitaria”. La pandemia agrava aún más la situación.
Biden culpa a Trump por haber autorizado la liberación de 5000 prisioneros talibanes para habilitar The Blob. Una mancha voraz que define, en la política norteamericana, el compromiso con regímenes parias como el de Irán o el de Corea del Norte. Era el término que usaba Bernie Sanders contra Biden en las primarias demócratas de 2020 hasta que tiró la toalla. Quizá como el actual presidente en Afganistán, “carente de autorreflexión o responsabilidad”, según The Wall Street Journal y otros críticos de su decisión. Que puede significar el final de una era o el comienzo de otra con el Emirato Islámico de Afganistán en el mapa, Al-Qaeda en ascenso y, cual reverso, el ISIS-K al acecho para arruinarlo todo. Sin misión cumplida.
Jorge Elías
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