Temporada europea de divorcios
Después del Brexit, la Unión Europea enfrenta ahora el reto de otros divorcios por el nacionalismo de los partidos en el poder en algunos países.
Cuando el Grupo de Visegrado cumplió 30 años, en febrero, pocos recordaron el compromiso de cooperación y de respeto a los derechos humanos de los mandatarios de Polonia, Lech Walesa; de Hungría, József Antal, y de la extinta Checoslovaquia, Václav Havel. Había caído la Unión Soviética. En 1991 nadie planteaba divorcios. Al contrario. Esa alianza, que debe su nombre a la ciudad húngara, asumió como meta la integración en la Unión Europea y en la OTAN. Los gobiernos de dos de los cuatro miembros actuales, Polonia y Hungría, no parecen estar tan seguros como antes.
Otro, Eslovaquia, pasó a ser la excepción. Los partidos de la presidenta Zuzana Čaputová y del primer ministro Igor Matovič adhieren a la continuidad en el bloque de los 27. Si el Brexit resultó ser un golpazo para la Unión Europea, más allá de su inconsistente resultado para el Reino Unido, la deriva autoritaria de Polonia y de Hungría no deja de provocarle migraña al continente, así como las buenas migas de la República Checa, el cuatro miembro, con el dictador sirio, Bashar al Assad. El único país europeo que no cuestionó el 95 por ciento de los votos que se adjudicó Assad en las elecciones de junio. El único, también, que mantiene abierta su embajada en Damasco.
La derrota en las legislativas de octubre del primer ministro checo, Andrej Babis, repelió la sombra del Checxit, pero otro conato de divorcio asoma en el horizonte. El de Polonia, llamado Polexit (acrónimo de Polonia y exit, salida en inglés), aunque no sea con una consulta popular previa como la de los británicos. El presidente del Parlamento Europeo, David Sassoli, puso entre las cuerdas a su par de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, dispuesta a apretar las clavijas frente a los afanes autocráticos de los gobiernos de Polonia y de Hungría debido a sus incesantes ataques contra la independencia judicial de sus respectivos países.
¿Qué está en juego? El reparto del Mecanismo de Condicionalidad, aprobado en 2020 mientras nacía el programa de recuperación comunitario de 800.000 millones de euros a raíz de la crisis sanitaria. El requisito era el cumplimiento del Estado de Derecho. A Polonia deberían corresponderle unos 150.000 millones. Sin contratiempos de no haber dictado su primer ministro, Mateusz Morawiecki, una sentencia a contramano de la Unión Europea. Una mancha más en la piel del tigre después de una controvertida reforma constitucional y de leyes que atentan contra las minorías sexuales alentadas por el gobernante Partido Ley y Justicia (PiS), de Jaroslaw Kaczynski.
El Polexit, rechazado por ocho de cada diez polacos, derivó en la reivindicación del europeísmo con concentraciones multitudinarias en más de 100 ciudades en contra de la prevalencia del derecho polaco sobre al europeo. Un síntoma del malestar y un pedido de auxilio ante el arrebato ultranacionalista y conservador del PiS. Y, a su vez, una defensa solapada de los migrantes y de otras minorías también rechazadas por el primer ministro de Hungría, Viktor Orbán, y líderes de la extrema derecha europea como Marine Le Pen en Francia, Matteo Salvini y Giorgia Meloni en Italia y Santiago Abascal en España.
La resistencia del pueblo polaco data de 2015, cuando el gobierno se apropió de los medios de comunicación para convertir el periodismo en propaganda. El miedo no es tonto. La gente tampoco. Más allá de que el primer ministro Morawiecki haya minimizado las protestas e insista en tildar de “fake news” el Polexit. La pulseada con la Unión Europea pretende ser una reivindicación de la soberanía, como si la pertenencia al bloque fuera una capitulación.
En eso coinciden los partidos de extrema derecha. En impedir la preeminencia del derecho europeo sobre las leyes nacionales. La tesis del primer ministro Morawiecki reza: si la Constitución de Polonia debe plegarse a la autoridad del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, el país deja de ser soberano.
La opción nuclear, en caso de desatarse la tormenta, privaría de voto a Polonia en el Consejo Europeo y en la toma de decisiones comunitarias. Requiere unanimidad. Hungría votaría en contra. No sólo se trata del dinero para la reconstrucción después de los estragos causados por el coronarivus, sino de los valores.
Lejos quedó el espíritu de aquel acuerdo de 1991 en el castillo de Visegrado, a orillas del Danubio. Un símbolo de la unidad. En 1335, los monarcas Carlos I de Hungría, Casimiro III de Polonia y Juan I de Bohemia convinieron allí que era hora de poner fin a las trifulcas entre sus reinos, frenar las ambiciones territoriales de los Habsburgo y trazar nuevas rutas comerciales para evitar las onerosas tasas aduaneras de Viena. Esta vez, Polonia y Hungría van por la tangente desafiando a otra ciudad, Bruselas, con discursos populistas que mantienen en vilo a un órgano que nació para terminar con los nacionalismos, causantes de las dos guerras mundiales.
Jorge Elías
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