Alguna vez se dudó, no sin motivos, que Lionel Messi lo tuviese. Dejaba la sensación de que en los momentos mas bravos le faltaba ese plus emocional que tienen los sublimes, porque en el deporte, es indispensable ese “toque” para salir de las bravas que siempre aparecen.

Tal vez condicionado por un grupo de jugadores diferente, tal vez demasiado joven, parecía que ese diferencial le costaba. Y con la madurez llegó. El atleta de élite, el malabarista imparable, vio nacer dentro de sí, el fuego sagrado que hace la diferencia. El que lo lleva a seguir adelante incluso, con una molestia en el aductor y conducir al equipo a la victoria.

Hay otros que también lo tienen. Lo tiene el Dibu Martínez, que se calza todo al hombro en las complicadas, lo tiene Nahuel Molina, que define como un centrodelantero cuando lo dejan por única vez en todo el Mundial cara a cara con el arquero.

Lo tienen esos dos pibitos irrespetuosos, Enzo Fernández y Julián Álvarez, que se creen que siguen jugando en el patio de su casa y no les importa quien está enfrente. Es cierto, no están solos, sacan su fuego y su desparpajo al amparo del fuego que apareció en este nuevo gran capitán y de otros socios como Angelito Di María o Nico Otamendi.

El grupo comparte el fuego. Y es cierto, el último partido se puede ganar y también perder, el fuego sagrado no es garantía, pero deja la enorme tranquilidad de que, lo que sea, será dejando hasta la última gota de sangre en el césped. Y eso es gratificante.