Análisis. La tentación intervencionista de fijar precios máximos, una emboscada al consumidor
El programa de congelamiento oficial distorsiona el mercado, afecta a las empresas y perjudica a los compradores, con menos variedad en las góndolas. Por Agustina Devincenzi.
El Gobierno confirmó la extensión de Precios Máximos por 45 días, hasta el 15 de mayo. En contra de las expectativas de las empresas, que pedían que se actualicen los precios de los productos que se encuentran congelados desde el inicio del programa (desde marzo de 2020, con el inicio de la pandemia), no hubo lugar a su reclamo, pese a que se les prometió, en reuniones informales, que se aplicarían ajustes. Nada de eso pasó.
Después de tres meses en los que la inflación acumuló un alza del 11%, según las estimaciones privadas, la renovación se realizó sin aumentos y con los mismos artículos que ya estaban incluidos en el plan vigente, otro punto que generó malestar entre las alimenticias, que se esperanzaban con que se produjera alguna modificación en la composición de la canasta y que ahora, en cambio, planean la revancha.
Es que la “paz social” que se había logrado entre los funcionarios de Comercio y los empresarios se quebró días atrás, cuando la tensión llegó a su punto más álgido, tras el lanzamiento del esquema de monitoreo que alcanzará a casi 1.000 empresas, bajo el Sistema Informativo para la Implementación de Políticas de Reactivación Económica (SIPRE).
Aunque el discurso oficial de la Secretaría tiene en el horizonte la reactivación del consumo mediante la protección del bolsillo de la sociedad, para los empresarios, la prórroga de Precios Máximos “es la gota que rebalsó el vaso” y “un paso más en el intervencionismo”.
El costo de la medida no se ve en las etiquetas de precios, pero se evidencia en las góndolas, con menos variedad y cantidad de productos. Una investigación de la consultora Focus Market detectó una caída del 72% interanual en el surtido de las primeras marcas, sobre 1865 ítems de consumo masivo relevados.
En otras palabras, esto significa que las empresas reducen al mínimo la cantidad de variantes para no incurrir en mayores costos y así evitar una caída de la rentabilidad. Obligadas a congelar los precios, discontinúan líneas de productos o disminuyen el volumen de fabricación. Una decisión que, más temprano que tarde, genera un efecto contraproducente.
Cuando el Estado establece precios máximos, no solo se reduce la cantidad de stocks entregados, sino que se genera, además, un impacto secundario. Los ingresos que provenían de los artículos que ahora tienen valores congelados antes financiaban el desarrollo y la entrada al mercado de nuevos productos, una posibilidad que, en el contexto actual de márgenes deteriorados, queda descartada.
El resultado final: una menor oferta de opciones disponibles, que automáticamente se traduce en un menor nivel de demanda. Un círculo vicioso que termina afectando no solo a las empresas, sino también a los consumidores, los principales damnificados en este tire y afloje, que tienen que llenar el changuito con lo que encuentran.
Ahora, se teme que las góndolas queden vacías, una preocupación que se repite como un loop con cada una de estas medidas. ¿Se podrá evitar este desenlace?