El magnicidio de Haití
El asesinato del presidente de Haití pone nuevamente en la cuerda floja al país más pobre de América con una democracia endeble. Por Jorge Elías.
Huracanes, emergencia sanitaria, crisis política, protestas, represión, corrupción, violencia, secuestros, pobreza y, cual último martillazo, el magnicidio del presidente. Jovenel Moïse, de 53 años, no vio el amanecer en su residencia de Puerto Príncipe. Lo mataron a tiros unos sujetos que, según el primer ministro, Claude Joseph, “hablaban en inglés y en español” en un país cuyos idiomas oficiales son el francés y el creóle (criollo haitiano).
Otro porrazo para Haití, no repuesto del devastador terremoto de 2010, que mató a 316.000 personas y demolió medio millón de viviendas, ni de las convulsas elecciones de 2015. Eran el broche de la presidencia del cantante de carnaval Michel Martelly.
Moïse, apodado El Hombre Banana por ser un empresario de ese sector, triunfó en esas elecciones. Resultaron impugnadas. Ganó de nuevo en 2016 bajo sospechas de fraude. La tensión se apoderó de las calles dos años después, con muertos, saqueos y destrozos, por las denuncias de malversación de 3.800 millones de dólares de Petrocaribe.
Un pozo ciego creado en 2005 por el presidente venezolano Hugo Chávez para venderles petróleo subsidiado a los países caribeños a cambio de lealtad a la revolución bolivariana. Las acusaciones involucraban tanto a Moïse, un “dictador” a los ojos de la oposición por gobernar a golpe de decretos después de haber disuelto el Parlamento en 2020, como al expresidente René Préval, fallecido en 2017.
Moïse aducía que su mandato había comenzado el 7 de febrero de 2017 y que terminaba el 7 de febrero de 2022. Ese día, en 2021, 23 personas fueron detenidas. Los culparon de conspirar e intentar asesinar al presidente. Se trata de una fecha emblemática en el calendario por el final, en 1986, de la dictadura de François Duvalier, Papa Doc, instaurada en 1957 y continuada tras su muerte, en 1971, por su hijo Jean-Claude, Baby Doc, presidente vitalicio desde los 19 años.
Papa Doc suspendió las garantías constitucionales. Sustituyó al ejército regular por una fuerza parapolicial, los Tonton Macoutes. En casi tres décadas liquidó a 30.000 haitianos y desvió fortunas hacia el exterior. En 1990, el sacerdote Jean-Bertrand Aristide ganó las elecciones. Lo derrocó al año siguiente el general Raoul Cédras. Estados Unidos repuso en 1994 al presidente depuesto.
Lo sucedió Préval, su discípulo. Aristide, reelegido en 2000, creó otro cuerpo parapolicial. Durante el gobierno de Moïse, el Consejo de Seguridad de la ONU pidió que se investigaran las masacres de civiles en La Saline, en 2018, y en Bel-Air, en 2019. Tras el magnicidio, el primer ministro Joseph declaró el estado de sitio, que permite a las fuerzas armadas tomar el control de la seguridad en el territorio e instaurar tribunales militares.
La República Dominicana, que comparte isla con Haití, militarizó y cerró la frontera. Otra vez, el país quedó a la deriva con una democracia inmersa el caos. Moïse vivía recluido en su casa. Temía un golpe de Estado organizado por familias y empresarios poderosos con el guiño de una coalición de pandillas desencantada por haber sido apartada del gobierno, el G9 an Fanmi e Alye (Grupo de los 9 en familia y alianza).
Joseph, puesto a dedo por Moïse, convive con otro primer ministro designado del mismo modo, Ariel Henry. No tuvo tiempo de asumir el cargo en forma oficial. La Constitución de 1987 establece que, de fallecer el presidente, el consejo de ministros, encabezado por el primer ministro, ejerce el gobierno hasta las elecciones. Están previstas para el 26 de septiembre después de haber sido aplazadas dos veces. Coinciden con una propuesta de reforma constitucional impulsada por el difunto Moïse y objetada por la ONU y la OEA.
¿Qué sucederá mientras tanto? En junio hubo 150 asesinatos y 200 secuestros en Puerto Príncipe, según el Centro de Análisis e Investigación en Derechos Humanos. Seis de cada 10 haitianos viven con menos de dos dólares por día. El hambre enseña los dientes a cuatro millones de los 11,5 millones de Haití.
La catástrofe política coincide con el encono de la naturaleza y de las epidemias. La de cólera mató a 7.000 haitianos en 2010. En 2016, el huracán Matthew se llevó la vida de 900. En 2020, el huracán Laura dejó decenas de muertos. El coronavirus hizo lo suyo: 462 decesos y 19.100 contagios. Cifras irreales. Haití no recibió vacunas. Moïse rechazó las de AstraZeneca, vía mecanismo Covax.
Entre 1945 y 2019 hubo 23 golpes, 15 exitosos, así como varias intervenciones extranjeras. En 35 años, Haití tuvo 20 gobiernos. Uno peor que el otro. El de Moïse, según la oposición, terminaba el 7 de febrero de 2021, el último día de la gestión de Martelly, no de 2022, como pretendía el presidente asesinado.
Moïse insistía en que debía gobernar un año más porque había tomado posesión el 7 de febrero de 2017 debido al interinato que, mientras ardían las calles por los disturbios, medió hasta la resolución electoral. Las protestas de 2019, coincidentes con las de otras latitudes, exigían su dimisión. Habían comenzado un año antes por la depreciación del gourde (la moneda haitiana), la crisis de la electricidad a raíz de la falta de gasolina, el hambre y la inseguridad.
Sin Parlamento ni presidente de la Corte Suprema, víctima de la pandemia, Haití queda nuevamente a la buena de Dios, como si se tratara del destino manifiesto del país más pobre de América.
Un minué recurrente, preocupante y aberrante, así como el crimen Moïse, más allá de sus afanes autocráticos. Esos que hicieron resucitar el espíritu de los Duvalier en un continente no exento de corrupción, inestabilidad y polarización que se presume democrático y pacífico por no hacerle daño a ningún otro confín, excepto a sí mismo.
Jorge Elías
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