Ya pasaron todos los merecidos homenajes. Ya lo lloramos como aquel día tenebroso de hace 15 años. Pero yo no me canso de repetir que el asesinato mafioso de nuestro compañero José Luis Cabezas es el más grave atentado a la libertad de prensa desde que recuperamos la democracia en 1983. Escribí más de 30 columnas en estos años sobre este dolor que no cesa. Sobre la personalidad provocadora, arriesgada, corajuda, porfiada y alegre de José Luis. Sobre la justicia que se hizo pero se hizo media la desentendida también. Por algo todos los criminales que lo mataron y que luego le prendieron fuego a su cuerpo están en libertad mientras sus familiares todavía no han podido elaborar ese duelo.

También escribí mucho sobre el responsable máximo de su muerte: Alfredo Yabrán. Fue el nombre y el apellido de una mafia de negocios oscuros que comenzó con la dictadura, que siguió con la Fuerza Aérea y la Aduana y que ningún gobierno democrático pudo eliminar. Esa red delictiva solo se pudo desactivar cuando el propio Yabrán lo decidió y se pegó un tiro en la boca. José Luis, como todo buen reportero gráfico, se cargaba de adrenalina a la hora de molestar a los poderosos. ¿Qué otra cosa debe hacer un periodista que mirar críticamente a través de su lente o de su teclado a los que detentan todos los poderes? Eso hizo Cabezas. Con un dedo sacó de la oscuridad casi clandestina al dueño de muchos negocios sucios en la Argentina.

Lo iluminó sin flash, solo con su olfato y su corazón de periodista. Lo escrachó, lo vio caminando por la playa y no dudó en apuntar con su teleobjetivo. Destapó una olla nauseabunda. Abrió la puerta de un bunker que la justicia no había podido abrir. Ayudó con su trabajo a hacer una Argentina más decente y menos corrupta. Se jugó la vida en eso. Y la perdió. Por eso los periodistas llenamos las calles de manifestaciones, de globos negros, de cámaras en alto y de reclamos de juicio y castigo a los culpables. Por eso instalamos alguna frases como esa que dice que “Todos somos Cabezas”.

Porque era estrictamente cierto. Yo supe muy temprano quien era Yabrán. Un periodista que trabajaba conmigo en el diario El Cronista y que hoy está en Clarín fue el primero en fotografiar su mansión custodiada como un cuartel militar. Y después padeció en carne propia las consecuencias. Invadieron su departamento, lo revolvieron todo y le dejaron amenazas sin robarle ni una moneda. Todos entendimos el mensaje. Por eso me indigna tanto que un pigmeo de 6,7 u 8 centímetros haya dicho que el periodismo que hacía José Luis era menor, de poca importancia.

Eso habla de la altura del pigmeo, muestra desde donde mira los acontecimientos. De su cobardía de nene bien acostumbrado a cubrir cócteles y frivolidades. Y también de su impunidad. Cuando Omar Lavieri y otros periodistas le preguntaron a Yabrán que era el poder para él, respondió: impunidad. Exactamente eso es lo que permite que un propagandista del gobierno disfrazado de periodista que cobra cuatro sueldos que pagamos todos los argentinos, provoque de esa manera. Es tanto el entrenamiento para tergiversar la historia y reinventar un relato que se van de boca.

Tienen incontinencia oral. Son capaces de todo. De ofender la memoria y mancillar el honor de quien no puede ni defenderse porque esta muerto. O mejor dicho, porque fue asesinado, precisamente por honrar este oficio que tanto odian los que chupan las medias oficiales. Porque con su picardía de Avellaneda y su Nikon de Japón, Cabezas, pudo burlar dos veces el cerco que rodeaba al delincuente mas poderoso, que además, quería ser invisible.

“Que me saquen de encima a los fotógrafos. Sacarme una foto es como pegarme un tiro en la frente”. Esas dos frases de Yabran fueron las órdenes que ejecutó su jauría, su grupo de tareas. José Luis Cabezas, presente, ahora y siempre. Que en paz descanse y siga sacando fotos en el cielo para tocarle el culo a los poderosos. Que su cámara siga siendo una humilde honda de David contra todos los Goliat corruptos. Por toda la eternidad. Para que nadie nos corte la cabeza nunca más.