El nacimiento de una nación
A mediados de abril, el político checo Vit Jedlicka creó Liberland, una micronación enclavada en una parcela sin dueño en el límite entre Serbia y Croacia, en el corazón de Europa
Desde el 13 de abril de 2015, una parcela sin dueño de siete kilómetros cuadrados, enclavada en el corazón de Europa, lleva el nombre de República Libre de Liberland. Está en la frontera entre Serbia y Croacia. No se trata de una finca, sino de una micronación. La fundó el político y economista checo Vit Jedlicka, enfadado con “las intromisiones gubernamentales y los impuestos altos”. Si bien aún no cuenta con reconocimiento internacional, en la capital, Liberpolis, ondea una bandera y brilla un escudo en los cuales cada color tiene un significado: el amarillo, la libertad; el azul, el Danubio, y el negro, la resistencia contra el sistema.
Liberland, cuyos idiomas oficiales son el inglés y el checo, sigue la senda de otros países en miniatura que, de pronto, aparecieron en el mapa. En Australia, frente a Queensland, un colectivo homosexual izó la bandera arcoíris y estableció el Reino Gay y Lésbico de las Islas del Mar del Coral, en 2004, en rechazo a la prohibición del matrimonio entre personas del mismo sexo. Antes, en 1981, tres muchachos de Sydney habían cercado diez metros cuadrados en los cuales pusieron la piedra basal del Imperio de Atlantium, cuyos ejes eran el aborto libre, el suicidio asistido y la libertad de circulación.
El descontento no sólo crea indignados. En los Cayos de Florida, Estados Unidos, una protesta vecinal contra la policía derivó en la fundación de la República de la Caracola. En el desierto de Nevada, el ranchero Kevin Baugh inventó la República de Molossia, cuyos 20 habitantes han prohibido las bolsas de plástico, las espinacas envasadas, las lámparas incandescentes y el tabaco, y reclaman 130.000 kilómetros cuadrados del planeta Venus. En Milwaukee, Robert Ben Madison, de 14 años de edad, instauró en 1979 el Reino de Talossa dentro de su habitación. Su Majestad, el rey John, exigía una parte de la ciudad, la isla francesa de Cézembre y una porción de la Antártida llamada Pengöpäts (en lengua talossiana, Pingüilandia).
Si uno quiere crear un país, debe cumplir con algunos menesteres. Primero: tener un territorio definido, poseer una población permanente, contar con un gobierno y ser capaz de interactuar con otros Estados. Segundo: declarar la independencia. Tercero: ser reconocido por otros países. Cuarto: unirse a la Organización de las Naciones Unidas (ONU). De salir todo bien, el Consejo de Seguridad de ese organismo remitirá a la Asamblea General la recomendación para aprobar, por mayoría de dos tercios, que es un “Estado pacífico” y, por ello, debe ser aceptado, como ha ocurrido con los flamantes Kosovo y Sudán del Sur.
¿Qué eran los Estados Unidos antes de dominar su actual territorio? A diferencia de otros países, sus padres fundadores permitieron la compra de grandes parcelas. Lograron, en general, precios irrisorios, auténticas gangas. El precursor fue un holandés en Nueva York. La descubrió en 1524 Giovanni da Verrazzano, navegante florentino al servicio de Francia. Un siglo después, en 1624, la compañía holandesa de las indias occidentales fundó allí Nueva Ámsterdam. En dos años, el gobernador, Peter Minuit, adquirió la isla de Manhattan a los indios carnasie. Les pagó 60 florines (como mucho, 24 dólares).
Era una estafa: no del gobernador Minuit, sino de los indios carnasie. La isla era de otra tribu. En 1664, barcos de Inglaterra, en guerra contra los Países Bajos, echaron anclas frente a sus costas. En honor al duque de York, Nueva Ámsterdam pasó a ser Nueva York. Por el Tratado de Breda, firmado al final de la guerra, en 1667, los Países Bajos cedieron Manhattan y sus alrededores a Inglaterra. Recibieron a cambio Surinam (ex Guayana Holandesa).
Declarada la independencia, los Estados Unidos pasaron a ser el único país que compró territorios para expandirse. Les pagaron cinco millones de dólares a España por Florida y poco más del doble a Francia por Luisiana (el Estado homónimo y varios más; en total, el 23 por ciento del actual territorio nacional). Anexaron, en otras circunstancias, California, Texas y Nuevo México. En 1867 cerraron el trato por Alaska los emisarios del presidente Andrew Johnson y del zar Alejandro II. Los Estados Unidos desembolsaron por ese suculento trozo de hielo, supuestamente inhabitable, una suma ridícula: 7.200.000 dólares.
El negociador ruso, Eduard de Stoeckl, fue premiado por pelear hasta el último centavo la venta de un extenso territorio improductivo, de clima extremo, colonos sufridos y, en caso de invasión, defensa insostenible. Del lado norteamericano, la operación resultó ser, según el periódico The New York Tribune, “la estupidez de Seward”, apellido del secretario de Estado que obtuvo por un voto en el Capitolio la venia para concretarla. ¿Lo barato salió caro? Lo aparentemente caro salió barato. Descubrieron oro y petróleo.
Triunfó la codicia. Acaso guiado por ella, en 2007, el falso príncipe Michael de Sealand puso en venta una isla artificial, frente a la costa de Inglaterra, valuada en 750 millones de euros. El contrato establecía como condición el compromiso de continuar con la farsa de legitimar el principado, una plataforma de hormigón de mil metros cuadrados, montada sobre dos pilares, en el Mar del Norte. La descubrió en 1967 el ex mayor del ejército británico Roy Bates y, con ansia de conquista, se instaló en ella con su familia.
Mientras Bates promovía su principado, Michael Oliver, millonario de Las Vegas, pretendía inaugurar la República de Minerva en unos arrecifes del sur de Fiji que pertenecían al reino de Tonga. Por medio de la Ocean Life Research Foundation, con oficinas en Nueva York y Londres, donó varios millones de dólares para el proyecto. Levantó una torre e hizo circular una moneda propia. La micronación, fundada en 1972, iba a vivir de las industrias ligeras, las actividades comerciales y la pesca. El rey de Tonga, enterado del asunto, no vaciló un instante en aplicar manu militari.
Más de 200.000 personas se han registrado ahora como virtuales ciudadanos de Liberland. La micronación pergeñada por el presidente Jedlicka nació el día del nacimiento del ex presidente norteamericano Thomas Jefferson en honor a su defensa de la libertad. Su Constitución, que no prevé la formación de un ejército, establece como requisitos para obtener la nacionalidad el respeto a los demás sin distinción de raza, sexo o religión, así como a la propiedad privada, no haber sido nazi, comunista o extremista ni haber sido condenado por delitos criminales. Su lema encierra un mensaje que trasciende fronteras: “Vive y deja vivir”.
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