En 2005, diez científicos convocados por el diario británico The Guardian coincidieron en que la mayor amenaza que podía enfrentar la humanidad era una pandemia viral, así como la erupción de un volcán de magnitud inaudita que inyectara gases en la atmósfera y bloqueara los rayos solares o una brutal profusión de atentados terroristas. “La naturaleza es la máxima bioterrorista”, concluyeron. Más que la naturaleza, el hombre pasó a ser un peligro en potencia. La Organización Mundial de la Salud (OMS) describe el actual brote de ébola como "la más severa, grave emergencia sanitaria vista en los tiempos modernos".
Desde diciembre de 2013, el ébola mató a más de 4.000 de los 9.000 infectados. Mil personas por semana contraen la enfermedad. En diciembre, según la OMS, serán entre 5.000 y 10.000. Esta vez, apareció en Guinea, se filtró en Liberia, Sierra Leona y Nigeria e ingresó en Europa y los Estados Unidos.
Algo parecido ocurrió en 2008 con la gripe aviar. El gobierno de México temía una inminente pandemia. “El nuevo virus, con características propias, no respetará fronteras y su propagación por el mundo será muy rápida”, prevenía un manual de la Secretaría de Salud de ese país. No precisaba cuándo ni dónde iba a emprender su errático derrotero, pero suponía el contagio del 25 al 35 por ciento de la población mundial, “decenas de millones de muertes”, hospitales desbordados y pérdidas siderales.
La pandemia de gripe aviar coincidía con el estallido de la crisis económica global. En México, según el Comité Nacional para la Seguridad en Salud, un cuarto de la población podía contraer la enfermedad y el 17 por ciento podía quedar a merced de un “alto riesgo de complicaciones”. El gobierno de Felipe Calderón, mientras tanto, estaba concentrado en la guerra contra el narcotráfico, causante de miles de muertes. De una guerra también se trata el desafío que plantea una pandemia como la del ébola: de una guerra contra un enemigo invisible cuyo principal aliado resulta ser el pánico colectivo.
La inestabilidad y la incertidumbre, latentes en Europa y los Estados Unidos, hacen más vulnerable a la gente frente a circunstancias inesperadas. El ébola, como toda pandemia, responde al efecto mariposa. Lo describió el matemático y meteorólogo Edward Lorenz: “El simple aleteo de una mariposa en el otro lado del planeta podría introducir perturbaciones en el sistema que modifiquen el comportamiento esperado”. Poco y nada tienen que ver, en principio, un hombre que carneó un murciélago para alimentar a su familia en una zona rural de Guinea y una enfermera que usaba ropa especial para cuidar a un paciente que iba a morir en Dallas, Estados Unidos. Ambos, más allá de la distancia y del contexto, contrajeron ébola.
Plagas de ribetes bíblicos hubo varias: el cólera, la peste bubónica, la tuberculosis y el sida, entre otras. Hasta que se descubrió la vacuna contra la viruela, a finales del siglo XVIII, moría por su causa casi medio millón de europeos por año. Otro tanto ocurrió con la gripe española, de 1918. Ese año concluyó la Primera Guerra Mundial: dejó 10 millones de muertos en cuatro años. La gripe española no debía su nombre a España, sino a los periódicos escritos en esa lengua que, exentos de la censura usual en los países involucrados en la guerra, divulgaban su existencia. La llevaron a Europa las tropas norteamericanas en 1917. Mató tres veces más personas que la Gran Guerra.
En el siglo XX hubo dos pandemias más: la gripe asiática, de 1957, y la de Hong Kong, de 1968. Los azotes de la gripe aviar y del síndrome agudo respiratorio severo (SARS), tras la voladura de las Torres Gemelas en 2001, equipararon a las pandemias con el terrorismo y el virtual volcán en erupción entre las principales amenazas para la humanidad, aunque la peor siga siendo el ser que más daño les hace a los demás y más daño se hace a sí mismo: el hombre, presa de sus fantasmas cada vez que una mariposa aletea en el otro lado del planeta. Contra eso, la naturaleza humana, aún no hay vacuna.
 
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