Francia va a los tribunales y a las urnas
En la campaña de las presidenciales, los candidatos Fillon y Le Pen se defienden del mismo modo frente a cargos similares de corrupción: culpan a la prensa y a la justicia
Siete de cada diez franceses creen que los políticos son incapaces de resolver sus problemas. Lo mismo ocurre en otras latitudes. En Francia, en vísperas de las presidenciales de abril y mayo, el candidato conservador François Fillon debe responder ante los tribunales por los presuntos empleos parlamentarios ficticios de su mujer, Penelope, y de sus hijos mientras él era senador. Habrían cobrado cerca de 900.000 euros. Fillon no está solo. La candidata por el ultraderechista Frente Nacional, Marine Le Pen, también deberá sentarse en el banquillo: habría pagado el sueldo de su guardaespaldas y habría costeado gastos de su partido con fondos del Parlamento Europeo.
Ambos sospechan que se trata de una conjura de la prensa y de la justicia, al mejor estilo Donald Trump. Y, más allá de la promesa de Fillon de deponer la candidatura en caso de ser imputado, no lo hará: "No cederé, no me rendiré, no me retiraré”, martilló. Tampoco lo hará Le Pen, encaramada como una de las favoritas en las encuestas. Flaco favor les hacen a aquellos que aún confían en ellos como baluartes de la democracia y a aquellos que los ven como seres distantes, inmersos en sus burbujas, divorciados de la sociedad que pretenden representar. Esa legión se siente huérfana de modelos. Está ansiosa por hallarlos en lugar de insistir en el reproche por las sospechas de corrupción.
Malversación de fondos, estafa, falsificación documental y siguen los cargos contra Fillon y Le Pen. En Francia, con un salario mínimo de 1.458 euros mensuales y casi un 10 por ciento de desempleo, el presidente François Hollande se dio el lujo de contar con un peluquero que cobraba 9.895 euros por mes. El antecesor de Hollande, Nicolas Sarkozy, está siendo juzgado por la financiación ilegal de su campaña en 2012. Sarkozy pertenece al mismo partido que Fillon, Los Republicanos, en caída libre en los sondeos. Hollande, socialista, es el primer presidente de la V República que no se presenta para un segundo mandato.
Otro socialista, el ex primer ministro Lionel Jospin, se preguntaba en su libro El mal napoleónico, publicado un par de años antes del Brexit y del fenómeno Trump: “¿De qué índole es la confusión que afecta a nuestras democracias? ¿Acaso es el propio modelo democrático el que está en crisis? El único remedio, entonces, sería recurrir al autoritarismo”. No sugería el autoritarismo como solución, sino como amenaza. La amenaza está servida ahora con Trump en la Casa Blanca, símil de sus pares de Rusia, Vladimir Putin; de Turquía, Recep Tayyip Erdogan; de Hungría, Víktor Orban; de Filipinas, Rodrigo Duterte, y de Sudáfrica, Jacob Zuma, entre otros.
El autoritarismo, aparente vacuna contra la ineficacia de los partidos tradicionales, no está exento de corrupción. Debe su apogeo a una gran dosis de resentimiento. La primera ministra británica, Theresa May, heredera y abanderada de la salida del Reino Unido de la Unión Europea, observa que aquellos a los que les ha ido bien con la globalización y la transición poscomunista no les han prestado la debida atención a aquellos a los que les ha ido mal. El resentimiento, exaltado con un vigoroso nacionalismo, impone una línea de fuego entre los leales y los enemigos. La polarización fortalece a los gobiernos autoritarios, encantados de vivir en conflicto.
En la campaña de Francia, blanco de atentados terroristas en los últimos años, el escándalo de la esposa de Fillon pasó a ser la revelación o la confirmación de una práctica corriente entre los parlamentarios: disponer de fondos millonarios para contratar personal, alquilar oficinas y viajar, entre otros gastos, sin rendir cuentas. Eso también sucede en el Parlamento Europeo, donde Le Pen, al igual que otros miembros de partidos xenófobos de otros países, se vale de sus recursos para pagarles a los suyos en la sede del Frente Nacional, en la periferia de París, a pesar de denostar no la mera existencia de la Unión Europea y sus instituciones.
El guardaespaldas de Le Pen, afín a Trump en su rechazo a los musulmanes, cobraba “a tiempo parcial” 7.237 euros por mes. No es el único exceso. En las presidenciales de 2012, Sarkozy perdió frente a Hollande, pero gastó 42,8 millones de euros cuando el límite legal era de 22,5 millones. Una compañía llamada Bygmalion habría cruzado facturas falsas con la Unión para un Movimiento Popular (UMP), como se llamaban entonces Los Republicanos. Sarkozy también está imputado por presunto tráfico de influencias a favor de un juez que le informaba de las causas en las que era investigado mientras habitaba el Palacio del Elíseo.
El marido de Carla Bruni quedó fuera de la carrera presidencial en las primarias de Los Republicanos. Fillon, el candidato, amonestó al gobierno de Hollande porque “vivimos en una situación de casi guerra civil que viene a perturbar la marcha normal de esta campaña". Había disputado el último tramo de las primarias con el ex primer ministro Alain Juppé, condenado a 14 meses de prisión en 2004 por un caso de empleos ficticios similar al suyo. Juppé fue declarado culpable cuando era la mano derecha de Jacques Chirac en el Ayuntamiento de París. A Chirac, presidente entre 1995 y 2007, le cayeron en 2011 dos años de cárcel por el desvío de fondos públicos en sus tiempos de alcalde.
En una proporción equivalente a la de los franceses descreídos de los políticos, uno de cada seis norteamericanos piensa lo mismo de la democracia. Dicen sería una buena idea que el ejército ocupe la Casa Blanca. Era uno de cada 16 en 1995. En los Estados Unidos, más del 70 por ciento de los nacidos en la década del treinta considera esencial vivir en democracia, pero sólo el 30 por ciento de los nacidos en la década del ochenta está de acuerdo. El malhumor los llevó a votar por Trump. Notan debilidad en los partidos tradicionales y fortaleza en los gobiernos autoritarios. Es el remedio amargo que temía Jospin.
Publicado en Télam, 2 de marzo de 2017
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