Golpe y desmesura
El presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, sale notablemente fortalecido tras el intento fallido de despojarlo del poder, lo cual refuerza su anhelo de implantar un régimen presidencialista
Tras el conato de golpe militar en Turquía, el presidente Recep Tayyip Erdogan se apresuró a identificar al virtual culpable: Fethullah Gülen, su socio “hasta que en 2013 se rompió esa alianza luego de que los medios de comunicación del movimiento Hizmet (Servicio) revelaron investigaciones de corrupción en el gobierno de Erdogan”, entonces primer ministro, explica Pablo Kendikian, director de la Agencia Prensa Armenia y autor de un libro sobre el líder religioso musulmán que lleva su nombre (Ediciones Ciccus, 2014). Desde entonces, continúa Kendikian, “Erdogan señaló a Gülen como el organizador de una campaña en su contra y lo acusó de terrorista”.
Hizmet es una multimillonaria red de empresas, medios de comunicación, escuelas y centros educativos repartida por 140 países. Gülen, acusado de haber creado una suerte de Estado paralelo en Turquía, es un islamista, ex imán, más moderado que Erdogan. Tiene 75 años de edad y una salud delicada. Está exiliado desde 1999 en Pensilvania, Estados Unidos, donde, apunta Kendikian, todo indica que mantiene estrechos lazos con la Agencia Central de Inteligencia (CIA). Eso llevó a Erdogan a acusar también a los Estados Unidos, más allá de que su presidente, Barack Obama, haya sido uno de los primeros en expresar su apoyo al orden constitucional en Turquía.
El pronunciamiento militar respondió a la lucha entre el autoritarismo militar y el religioso. El ejército siempre procuró actuar como el baluarte del Estado laico en defensa de los principios del creador de la Turquía moderna, Mustafá Kemal Atatürk, en 1923. Esta vez, los alzados en armas se habían propuesto reponer la democracia, los derechos humanos y las libertades, dañados por el gobierno autocrático de Erdogan. Eso es cierto, pero nada justificaba algo tan absurdo como un golpe de Estado ni los casi 300 muertos, 7.500 detenidos (6.000 soldados, 755 jueces y fiscales, 650 funcionarios civiles y 100 policías) y 1.500 funcionarios relevados que deparó la intentona.
Desde 1960 hubo cuatro movimientos de ese tipo. El de 1997 tuvo la particularidad de no provocar derramamiento de sangre. Lo llamaron “golpe posmoderno”, como si se tratara de un modelo digno de ser imitado en otras latitudes. Le bastó al ejército con publicar un memorándum mostrando su rechazo al gobierno islamista de Necmettin Erbakan y con sacar los tanques a la calle en un barrio de Ankara para hacerlo caer. Diez años después, en 2007, la publicación de una advertencia al gobierno en la página web de las fuerzas armadas, lejos de alcanzar su objetivo, movilizó electoralmente al islamismo. El “ciber-pronunciamiento”, otro adelanto en la materia, resultó ser un bumerán.
¿Qué había ahora detrás? La promesa incumplida de Erdogan de “cero problemas con los vecinos”. Incumplida porque se enredó en disputas con todos, incluidos Rusia y los Estados Unidos a pesar de ser miembro de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). La posición geoestratégica de Turquía es vital por ser la puerta de entrada y de salida de Medio Oriente. Milicianos kurdos y el Estado Islámico (EI) atacaron 14 veces al país en un año. Con los separatistas reanudó la guerra en el sudeste del país. Con los terroristas se mostró indulgente hasta que comenzó a tomárselos en serio.
Otro factor clave fue el acuerdo con la UE para cobijar refugiados sin mucha vocación humanitaria. Por el aislamiento, Erdogan recompuso las relaciones con Vladimir Putin, rotas por el derribo de un avión caza ruso que se había desviado al espacio aéreo turco en el otoño boreal, y con Israel por haber ultimado a activistas turcos en una flotilla que iba a la Franja de Gaza en 2010. En el ínterin, la prensa crítica se vio acosada por su gobierno bajo la premisa de implantar una democracia musulmana, transformando el sistema parlamentario en uno presidencialista. La purga comenzó en sus propias filas, de las cuales sustituyó a varios colaboradores, empezando por el primer ministro, por funcionarios sumisos y parientes leales del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP).
En la larga noche del viernes 15 de julio de 2016, los insurrectos recibieron una bofetada tanto del arco político como de la población, imprudentemente convocada a la resistencia por el primer ministro, Binali Yildirim. Era cuestión de ganar tiempo mientras Erdogan interrumpía sus vacaciones en Bodrum, la histórica Halicarnaso, y regresaba a Estambul, la histórica Constantinopla, la ciudad de su niñez y de su feudo político desde que fue elegido alcalde en 1994. La represalia terminó fortaleciendo los excesos presidenciales, al punto de reflotar la pena de muerte, vedada por la UE, a la cual Turquía quiere ingresar, y escaldar la grieta entre amigos y enemigos en una sociedad crispada.
En la Turquía de Atatürk, la independencia, el laicismo y el nacionalismo reemplazaron a la libertad, la igualdad y la fraternidad de la Revolución Francesa. En la Turquía de Erdogan, la desmesura no respeta límites.
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