Las curas milagrosas
La irresponsabilidad de algunos líderes al recomendar drogas y brebajes milagrosos contra el coronavirus tiene efectos devastadores
El miedo no es zonzo. La gente tampoco. No toda, en realidad. Un hombre de Arizona, de sesenta años y monedas, murió el 23 de marzo de 2020 después de seguir al pie de la letra un consejo del entonces presidente de Estados Unidos, Donald Trump. La cura milagrosa del coronavirus, interpretó el hombre, consistía en ingerir un limpiador de peceras que contenía la supuesta sustancia mágica: la cloroquina, aprobada por la Administración de Alimentos y Medicamentos para tratar la malaria, el lupus y la artritis reumatoide. El “cambio de juego”, en palabras de Trump, llevó al hombre a la tumba y a su mujer a ser internada de urgencia.
Desde ese momento clave, mientras el mundo comenzaba a familiarizarse con los confinamientos y los cierres de fronteras, tanto Trump como otros líderes lanzaron campañas de desinformación que la Organización Mundial de la Salud (OMS) resume en una sola palabra: infodemia. Politizaron la pandemia con drogas y brebajes no probados por la ciencia. El presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, promovía la hidroxicloroquina, pariente de la cloroquina de distinta composición, mientras su par de Bielorrusia, Aleksandr Lukashenko, animaba a los suyos con una receta más tentadora que cualquier fármaco: beber vodka.
Otro presidente, el de Venezuela, en las antípodas ideológicas de Trump y de Bolsonaro, no podía ser menos. Nicolás Maduro comunicó en esos tiempos la producción de un medicamento de origen cubano basado en interferones (proteínas para tratamientos virales). Después recomendó el té de malojillo (hierba luisa o cedrón) en un país el cual escasea el agua. En noviembre mostró en televisión un frasco con un líquido amarillo que contenía una molécula creada por científicos venezolanos, la DR10. Y estrenó 2021 con otra cura. La de un derivado del tomillo, el Carvativir. “Diez goticas debajo de la lengua cada cuatro horas y el milagro se hace”, aseguró sin despeinarse.
La comunidad científica mundial volvió a tomarse la cabeza con las manos. Tanto esos anuncios irresponsables como la otra solución mágica, la de las vacunas, derivaron en la falsa expectativa de un trance superado. El del final de la pesadilla. Nada más alejado de la postal de un planeta enmarañado en brotes y rebrotes de una peste descarriada que compromete vidas y bolsillos. La insensatez alentó innumerables curas, como comer ajo, inyectarse agua marina, hacerse vaporizaciones de eucalipto o exponerse a rayos ultravioleta, hasta soluciones drásticas, como derribar torres de telefonía móvil en Gran Bretaña por el vínculo aparente entre el coronavirus y la red de internet de quinta generación o 5G. Otro bulo, al igual que el antiviral Remdesivir.
La expresidenta boliviana Jeanine Áñez debió vérselas con la presidenta del Senado, Eva Copa, por la promulgación de una ley que permitiera el uso de dióxido de cloro para la prevención y el tratamiento del COVID-19. Un producto químico, descartado por la Organización Panamericana de la Salud (OPS), que le causó la muerte a un niño de cinco años en Neuquén, Argentina, después de haber sido promocionado por una conductora de televisión. En Ecuador, la Iglesia Católica le pidió la venia para utilizarlo al presidente Lenín Moreno.
La urgencia es hija de la impotencia. A contramano de la Administración Nacional de Medicamentos, Alimentos y Tecnología Médica (Anmat), algunas provincias argentinas autorizaron el uso del antiparasitario Ivermectina. Otro paliativo ante un nuevo capítulo. El de las campañas de vacunación, sumidas en tropiezos por falta de provisión, de jeringas y de personal capacitado en varios países. La paciencia y las plagas nunca han coincidido, excepto que uno se fíe de las estampitas del presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, en cuarentena como en su momento Trump, Bolsonaro, Lukashenko y otros predicadores de curas milagrosas.
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