Hace exactamente 35 años que monseñor Enrique Angelelli entró en la inmortalidad. Ese mártir, igual que Evita vivirá eterno en el alma de su pueblo. Mártir se puede definir, igual que compañero, como el que comparte el pan, como el que anuncia y denuncia. Una viejita riojana muy humilde me dijo un día en la puerta de la Catedral que Angelelli no parecía un obispo, parecía un cura del montón, “si estaba todo el día con nosotros”.

Monseñor Angelelli no era un obispo de escritorio porque tenía muy en claro los diez mandamientos. Pero sobre todo algunos. Por eso amaba a su prójimo como a sí mismo. Había hecho una clara opción por los pobres y de la mano del Concilio Vaticano Segundo defendía, así en la tierra como en el cielo, a los que se ganaban el pan con el sudor de su frente.

Hijo de inmigrantes piamonteses interpretó rápidamente que esas manos gigantes como patios que tenía eran para el rezo y para el trabajo. Cristo obrero diseminado, su corazón se inundó de alegría el día que Juan XXIII, el Papa Bueno, nada menos, lo designó obispo auxiliar. Y Paulo VI lo nombró obispo de La Rioja. Era bonachón, rápido para el humor y para las más profundas definiciones que lo convirtieron en un intelectual de lo sencillo. Por eso pudo expresar en dos palabras lo que debe ser un sacerdote cuando alertó que se debe tener un oído en el evangelio y otro en el pueblo. Era una forma de diferenciarse de aquellos que tenían y hoy siguen teniendo, los oídos mas cerca de los poderosos que de los que sufren.

Asi fue siempre. Frontal hasta el alma. Le gustaba que lo llamaran “El pelado” y no monseñor. Se ruborizaba cuando algún don nadie (como él elogiaba a los riojanos) le decía que era doblemente ángel. Monseñor Enrique Angel Angel…lelli. Se reía con una risotada de tierra adentro, era un gringo chacarero y un pensador finísimo.

Se cargaba los arados al hombro y predicaba su patria de hermanos en el desierto riojano. Por eso para muchos miembros de la iglesia es un mártir digno de ser beatificado. Pero para los pobrecitos de La Rioja, ya era un santo. En esa época, por lo bajo, muchos le llamaban San Enrique de los Pobres o San Enrique de los Llanos. Porque fue en Punta de los Llanos donde los demonios de la dictadura lo asesinaron.

Viajaba en su camioneta por una ruta alternativa porque ya lo habían amenazado de muerte varias veces. Obispo rojo, defensor de comunistas, le decían. Te vamos a reventar. El cortaba el teléfono y con una sonrisa, el les decía a los que los acompañaban: “Conmigo no se van a animar, soy un obispo”. Pero se animaron.

Tenía en su portafolios un informe sobre quienes y como habían asesinado a dos curitas de su diócesis. Dos coches lo acorralaron en la ruta, le tendieron una emboscada. Le hicieron perder el control del auto que finalmente se dio vuelta. Algunos dicen que encima un balazo le astilló el parabrisas. Sacaron inconsciente a Angelelli de adentro del auto y con una piedra lo golpearon en la cabeza hasta que lo mataron. Era tanto el odio y el temor que le tenían que lo dejaron tirado seis horas en la ruta, con la cara al cielo, con los brazos en cruz, como un Jesús del pavimento.

El informe que Angelelli llevaba en su portafolio apareció milagrosamente en el escritorio del general Eduardo Albano Harguindeguy, compañero de safari de Martínez de Hoz, amigo personal de Videla y jefe de operaciones del genocidio. Algunos dicen que Angelelli tenía un grado de entrega a los humildes solo comparable con el sacerdote Carlos Mugica. Otros los referencia con el salvadoreño monseñor Oscar Arnulfo Romero, el otro obispo asesinado en América Latina por las fuerzas armadas occidentales y cristianas.

Sus restos descansan en la catedral de La Rioja, en la tierra que tanto amó, en el desierto en el que predicó. Sobre la piedra que lo cobija, los riojanos don nadie, hacen con moneditas o chapitas de gaseosa o con las uñas manchadas de la tierra que trabajan, pequeñas cruces para acompañarlo y no dejarlo solo frente a la inmensidad de la muerte y la angustia de su ausencia.

En los tiempos de Angelelli, tiempos de utopías y rebeliones armadas, cuando un combatiente era asesinado se lo despedía con un grito desafiante bien del Che que decía: “Monseñor Enrique Angelelli, hasta la victoria siempre”. Hoy, en los tiempos donde luchamos por revalorizar la democracia y la paz para terminar con las inequidades sociales, bien podríamos decir, a 35 años de su muerte: Monseñor Angelelli. Hasta la vida siempre.