Trump construcciones
Veintisiete años después de la caída del Muro de Berlín, el presidente electo de los Estados Unidos se propone levantar uno frente a México o, en realidad, convertir a su país en una fortaleza
NUEVA YORK. – Cuando el jefe de la campaña de Hillary Clinton, John Podesta, les dijo a los suyos que se fueran a dormir porque la candidata no iba a presentarse en el Centro de Convenciones Jacob K. Javits, de Manhattan, la suerte estaba echada. Eran las dos de la mañana del miércoles 9 de noviembre, aniversario de la caída del Muro de Berlín. Veintisiete años después, otro muro comenzaba a levantarse. No en Alemania sino en los Estados Unidos. Muchas mujeres, denigradas por Donald Trump, rompieron en llanto. Debían digerir la realidad, más allá de las protestas inspiradas en el lema "Not my president (No es mi presidente)".
La transición civilizada, encarada de inmediato por Hilary con su aceptación de la derrota y por Barack Obama en su condición de presidente saliente, no alcanzó a mitigar la perplejidad de aquellos que, alentados por encuestas erróneas, creyeron que el mapa pintado de rojo, el color de los republicanos, podía teñirse de azul, el de los demócratas. Son los colores de la bandera de los Estados Unidos, pálidos de incertidumbre por la victoria del primer candidato presidencial que arría las banderas del internacionalismo profesado por sus antecesores de ambos partidos desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
En un mundo convulsionado por el Brexit (la salida del Reino Unido de la Unión Europea) y por el auge del nacionalismo en varios países, Trump supo capitalizar el malhumor colectivo. La caída del Muro de Berlín, vaya paradoja, propició desde 1989 tanto el final de la Unión Soviética y de la Guerra Fría como la incorporación masiva en la actividad privada de trabajadores de China y de Europa Oriental. El planeta duplicó su fuerza laboral. La desigualdad creció en forma proporcional. Nunca tan pocos ganaron tanto ni tantos ganaron tan poco. En China, la India y Brasil, millones salieron de la pobreza. En los Estados Unidos, ciudades industriales como Detroit cayeron en bancarrota.
En casi tres décadas, el norteamericano de clase media interpretó que buena parte del planeta crecía a sus expensas. Que la globalización beneficiaba a los demás. Que los usaban en las guerras y, después, el gobierno no cuidaba a los veteranos. Que los inmigrantes ilegales se apropiaban de sus puestos de trabajo. Que los musulmanes eran terroristas al acecho. Que el primer presidente afroamericano en la historia, sospechoso de ser keniata, despertó la peor violencia racial en décadas. Que el sueño americano, como predicó Trump, se había convertido en la peor pesadilla para sus compatriotas. ¿Cuándo nos toca a nosotros?, se preguntaron.
El pesimismo se trasladó al exterior y, como ocurre en algunas familias, el pariente más a mano recibió la peor parte. México, tan lejos de Dios, tan cerca de los Estados Unidos, pasó a ser la causa de la mayoría de los pesares de los norteamericanos. En la playa de Tijuana, al sur de California, un obelisco de mármol evoca el pacto limítrofe que sellaron en 1848 el presidente interino de México, Manuel de la Peña y Peña, y el de los Estados Unidos, James Polk. En el otro extremo, Tamaulipas tiene un obelisco gemelo. Los separan 3.185 kilómetros. Son los que Trump pretende tapiar. Un tercio de la frontera ya dispone de cercas.
Si Vladimir Putin se empeña desde 2000 en restaurar el honor ruso, ¿por qué los norteamericanos no iban a apostar por un líder fuerte, un macho alfa en términos antropológicos, capaz de hacer grande de nuevo al país, como rezaba el eslogan de campaña de Trump? El buen desempeño en las primarias demócratas del senador Bernie Sanders, indignado como Trump con Wall Street y con las grandes compañías, no resultó casual. Tampoco resultó casual que ambos no provinieran del riñón de sus respectivos partidos.
El índice de confianza en los políticos y en las instituciones cae en picada desde 2004. El entusiasmo se cotiza en baja después de una campaña descarnada entre dos candidatos de escasa popularidad. El muro de Trump, más metafórico que físico, aísla a los Estados Unidos y cala hondo en una sociedad dividida que desconocía la mera posibilidad de que una discusión por cuestiones políticas derrapara en una enemistad duradera. La polarización no es la excusa. Quizá sea la razón del vuelco que, entre lágrimas y miedos, puso al mundo patas arriba, expectante.
Publicado en Télam, 15 de noviembre de 2016
@JorgeEliasInter | @Elinterin
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