La película Wall Street, la original de 1987, logró ingresar en el diccionario oficial del cine con la perturbadora declaración de Gordon Gekko: “La codicia es buena”. En esta segunda parte, el mismo Gekko (el mismo Michael Douglas) unos treinta años después, afirma que no sólo es buena: ahora también es legal.

A propósito de frases, es una línea de la primera película la que da título a la segunda: “El dinero nunca duerme” es lo que le dice Gekko al personaje de Charlie Sheen cuando lo saca de la cama con un llamado de madrugada. Esta continuación de aquella historia tiene el atractivo propio del mundo financiero, ese territorio prácticamente virtual donde se manejan miles de millones de dólares, pero jamás se ve un billete. Ahí, entre la sofisticación y la tecnología, se cultiva el idioma capaz de construir industrias y destruir países. Oliver Stone sabe transmitir esa tensión que brota de los monitores y vibra en el perfil de los edificios de Manhattan. También se las arregla para dar su opinión (visual) sobre los ricos, en una de esas fiestas paquetas de recaudación de fondos, donde los muestra con un dejo inocultable de desprecio.

La película muestra cómo se mueve el mundo en las esferas financieras, esas que parecen tan remotas en sus ultraactivas oficinas, y que sin embargo terminan por caer como un ladrillo sobre las cabezas de la gente. La parte sentimental (al salir de la cárcel Gekko trata de recuperar el amor de su hija) es la más débil y difícil de comprar. La niña es Carey Mulligan, a quien vimos en “Educación sentimental”. Shia LaBeouf (“Indiana Jones y el reino de las calaveras de cristal”) se preparó debidamente para este papel: se conectó con agentes de bolsa y trató de aprender el oficio. No le fue mal. Invirtió 20.000 dólares y terminó ganando U$S 400.000.

Cecilia Absatz