El embrión de otra teocracia
La debacle de Afganistán marca el camino emprendido por otros países que adoptaron la teocracia como sistema, encarnado puertas adentro por el régimen talibán y puertas afuera por Al-Qaeda
Pocos países adoptaron la teocracia como forma de gobierno: Irán, Mauritania, Arabia Saudita, Sudán y Yemen con la sharía (ley islámica) y el Vaticano con una monarquía cristiana encarnada en el Papa. ¿Está Afganistán, bajo las barbas del régimen talibán, en vías de convertirse en un emirato en el cual su eventual presidente o líder ejerza el poder político en calidad de ministro de Dios?
La debacle de las instituciones democráticas, más allá de la corrupción, el narcotráfico el fraude y otros lícitos frecuentes, descarriló en el embrión de un gobierno de facto de dudosa credibilidad puertas adentro y de peligrosa caladura en la comunidad internacional.
No se trata de un fenómeno aislado. Joe Biden subestimó al régimen talibán. En público, al menos, confió en que el retiro de las tropas norteamericanas acordado por su antecesor, Donald Trump, no iba a envalentonar a los creadores de Al-Qaeda. Estados Unidos invirtió o despilfarró 83.000 millones de dólares desde 2001 en entrenar y equipar a los militares afganos en el refugio de Osama bin Laden, ejecutado 10 años después por las fuerzas de elite Navy Seals en su madriguera del vecino Pakistán. La vertiginosa y caótica caída de Kabul resultó ser tan humillante como la de Saigón en 1975 tras el fracaso en Vietnam. Una guerra diferente que también duró dos décadas.
En aquellos tiempos, la credibilidad de Estados Unidos se vio afectada, pero no dejó de ser la potencia militar dominante en el Pacífico occidental antes de la escalada de China al grado de disputarle el poder global.
Ahora, con la intervención en el terreno de la OTAN y de Australia, el caos de Afganistán no sólo le preocupa a Biden. En palabras del alto representante de la Unión Europea para la Política Exterior, Josep Borrell, los talibanes “han ganado la guerra” y hay que “tratar con ellos”. Tratar con quienes han incumplido el acuerdo de 2020 con Trump en Qatar: negociar con el gobierno en lugar de reconquistar Kabul y otras ciudades a punta de fusil.
La presunta cara cordial del régimen talibán, con la promesa de conceder una amnistía general, impedir la formación de terroristas que amenacen a otros países y respetar a las mujeres al cobijo de la impiadosa sharía, lejos estuvo de templar los ánimos. Las reuniones de emisarios de China y de Rusia con los del líder político talibán, Abdul Ghani Baradar, tuvieron un solo fin: obtener algún reconocimiento internacional una vez que se defina el emirato y sean designadas sus autoridades. Persiste un fantasma. El del califato del Daesh, ISIS o Estado Islámico.
Eran lobos con piel de cordero, amables al comienzo, bestiales después. No manejaban un país, sino vastos territorios entre Irak y Siria. Un imán para extranjeros, occidentales entre ellos, convencidos de la jihad (lucha por la causa del islam) como estilo de vida. En contrapartida aumentó la ola de refugiados. En especial, en Europa, mientras arreciaban los atentados en nombre del Daesh, divorciado en 2014 de Al-Qaeda, en Barcelona, Niza, Estocolmo, Berlín, París, Londres y otras ciudades. Ambos grupos insurgentes conviven en Afganistán y tienen franquicias en otros confines, más allá de los recelos entre sí.
No hay rincón de Medio Oriente y del norte de África que no se plantee cómo sobrellevar la nueva realidad de Afganistán, históricamente desgarrado por fisuras étnicas y tribales. No por Afganistán en particular, China y Rusia torean en forma constante a Estados Unidos con el guiño de Turquía, de Irán y, entre idas y venidas, de Pakistán. Otra herencia de Trump para Biden, concentrado en resucitar de algún modo el acuerdo nuclear de 2015 con Irán. Esta vez, con un presidente ultraconservador, Ebrahim Raisi. El día y la noche con su antecesor, Hassan Rouhani.
Afganistán e Irán, de mayoría chiita, han tenido vaivenes en su relación bilateral. Algo que no ha ocurrido con los países del Golfo Pérsico, de mayoría sunita como Afganistán. Qatar albergó a los talibanes durante las conversaciones de paz. A Emiratos Árabes Unidos huyó el presidente Ashraf Ghani, enfrentado en las amañadas elecciones de 2020 con el actual jefe del Alto Consejo de Reconciliación Nacional, Abdullah Abdullah. De ese órgano también forma parte otro expresidente, Hamid Karzai, en quien confiaban Barack Obama y su vicepresidente, Biden, para organizar el retiro gradual de las tropas norteamericanas.
Un anhelo de larga data de Estados Unidos, agudizado por la pandemia y liberado, en cierto modo, del trauma de los mujahidines (combatientes) de 2001, de origen saudita en su mayoría, no afgano. Arabia Saudita estrechó lazos con el gobierno de Trump, indiferente después del crimen del periodista Jamal Khashoggi en el consulado saudita de Estambul en 2018. Biden, informado del asunto, optó por privilegiar la alianza estratégica. ¿Qué posición adoptará el príncipe Mohamed bin Salmán, rey de facto de Arabia Saudita, después de haber sido su país uno de los pocos que reconoció a la dictadura talibana entre 1996 y 2001 al igual que Emiratos Árabes Unidos y Pakistán?
Países moderados en apariencia como Egipto y Jordania lidian con sucursales talibanas. Recalcula el Líbano, a la sombra de la implacable presencia de Hezbollah, apéndice de Irán. También recalcula el nuevo gobierno de Israel. El del primer ministro Naftali Bennet, epílogo de la hegemonía de Benjamin Netanyahu desde 1996 hasta 1999 y desde 2009 hasta 2021. Y recalcula Pakistán, hostil con India y dependiente de China. Sus organizaciones islamistas festejaron el virtual triunfo del régimen talibán en Afganistán. El primer ministro, Imran Khan, clamó: los afganos rompieron “los grilletes de la esclavitud”.
El embrión de otra teocracia seduce a las autoridades de Pakistán, aliado de Estados Unidos durante la invasión de Afganistán.
Los líderes talibanes afganos, beneficiados por sus gigantescos jardines de opio, lograron torcer la voluntad de Khan cuando liberó a su líder, Baradar, para que participara de las conversaciones de paz en Doha.
Resultó ser una cortina de humo para el avance de los talibanes en Afganistán. La anatomía de un fracaso. No sólo de Estados Unidos, empeñado en sembrar la democracia desde la invasión soviética, sino de los mismos afganos, sometidos a la violación sistemática de los derechos humanos.
Durante el gobierno de Biden, Estados Unidos recompuso su membresía en el Acuerdo de París sobre cambio climático y en la Organización Mundial de la Salud (OMS).
La proclamación del Emirato Islámico de Afganistán supone, según Biden, la “lucha esencial” entre la democracia y el autoritarismo, adjudicado a China por la represión de la minoría musulmana uigur y de los defensores del estatus especial de Hong Kong y a Rusia por la reclusión del político opositor Alexei Navalny.
Supone otro dilema. El de la igualdad de los Estados, el principio de no intervención y la responsabilidad de proteger a los civiles frente a genocidios y crímenes de guerra o de lesa humanidad, habituales en Afganistán bajo las suelas de todas las facciones en pugna, incluidas las extranjeras.
Jorge Elías
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