Lola Mora, la escultora que estiró los límites
A 155 años del nacimiento de la autora de la Fuente de las Nereidas.
Dolores Candelaria Mora Vega nació en El Tala, un pequeño poblado de Salta, pero fue bautizada en Las Trancas, provincia de Tucumán. Ella se consideraba tucumana y así lo manifestaba.
Hija de Romualdo Mora y Regina Vega, vino al mundo el 17 de noviembre de 1866. Bartolomé Mitre era el presidente de Argentina.
De jovencita mostró un entusiasmo artístico en igual proporción a su carácter firme. Y pronto su nombre tomó dimensión: Lola Mora.
Inició su formación tomando lecciones de dibujo con un maestro italiano llamado Santiago Falcucci, en San Miguel de Tucumán.
Empezó a hacer retratos y se especializó en las personalidades de la provincia.
En 1896, a punto de cumplir 30 años, ganó una beca del Gobierno Nacional (ya ejercido por José Evaristo Uriburu) para completar su formación en Roma y como todos los caminos conducían al arte, allá fue.
Pero, Argentina siempre fue Argentina, y el gobierno le suspendió la beca. Lola tuvo que vender sus obras para mantenerse.
Allí se quedó, haciendo camino en una de las grandes ciudades del mundo.
En Roma, los artistas por lo general vivían con lo justo, comían en bodegones (¡porca miseria!), pero ella se las arregló para visitar lugares de alto nivel y construirse una casa a dos cuadras de la Vía Veneto, que llamó la atención de la propia Reina Elena.
Neria De Giovanni, premio Nobel de Literatura en 1926, escribió un libro llamado “Lola Mora, la argentina de Roma” donde describe:
“Así como en su patria se la consideraba una persona de costumbres extrañas, quizás amante de hombres poderosos, también en Roma se le atribuían relaciones con figuras de la talla de D'Annunzio y Guglielmo Marconi, inventor de la radio y premio Nobel de Física. D'Annunzio solía llamarla "la argentinita con los cabellos peinados por el viento".
Todos admiraban su arte, su coraje y su modo de ser independiente, elegante y atrevido para la época. Para esculpir junto a sus obreros los inmensos bloques de mármol blanco de Carrara, Lola Mora, que seducía a hombres y mujeres, solía usar bombachas de gaucho decoradas con encajes de nido de abeja, algo inconcebible en la época.
Los éxitos de sus obras llegaron a la prensa de Buenos Aires.
En 1900 recibió su primer encargo oficial: dos bajorrelieves para la Casa de Tucumán, y ya que estamos, le encargaron la construcción de una fuente para la capital.
La Plaza de Mayo sería su destino.
Durante dos años, Lola armó la Fuente de las Nereidas, pero cuando los cráneos de la moral pública vieron el boceto aparecieron las dudas por los desnudos que contenía la obra.
Otros tiempos, otras mentes.
La obra iba a ser instalada donde hoy está la Pirámide de Mayo, pero los cuidadores de las buenas costumbres propusieron que volara hacia sitios más lejanos (propusieron Mataderos y Parque Patricios). Tampoco se podían hacer los locos, porque la imponente fuente era una donación de la artista.
Bueno, acordaron ubicarla en el Parque Colón (hoy Leandro Alem y Perón, dos potencias se saludan).
La obra, encargada por el intendente de la ciudad de Buenos Aires, Adolfo Bullrich, se inauguró el 21 de mayo de 1903. Al acto no asistió ninguna mujer e incluso esos prodigios de las formas dudaban de que una mujer hubiese imaginado tal desfachatez.
En 1918 fue trasladada a la Costanera Sur.
Dijo Lola: “Cada uno ve en una obra de arte lo que de antemano está en su espíritu; el ángel o el demonio están siempre combatiendo en la mirada del hombre. Yo no he cruzado el océano con el objeto de ofender el pudor de mi pueblo”.
La obra mide 6 metros de alto y 13 de ancho, fue realizada en mármol blanco de carrara y refiere a la mitología griega.
Son las Nereidas asistiendo al nacimiento de la diosa Venus.
Las nereidas eran las 50 hijas de Nereo y Doris, las ninfas del mar, ya que vivían en las profundidades y sólo emergían para ayudar a los marinos, como ocurrió con los Argonautas que, encabezados por su líder Jasón, viajaban de Págasas a la Cólquide en busca del vellocino de oro.
Pero volvamos al siglo 20.
Lola tenía un absoluto poder de seducción. Fue apadrinada por el presidente Avellaneda y protegida por su sucesor Julio Argentino Roca, con el que se sospechó algún romance.
Roca era un presidente joven, galante y se esmeró para que esa mujer audaz y de salvaje belleza fuera suya. Las sospechas fueron muy bien alimentadas.
Carlos Pellegrini la llamó “la madrina de la patria”.
Lola Mora era muy buena en lo suyo. Ganó el primer premio de un concurso para una estatua de la Reina Victoria en Melbourne, Australia, pero extrañamente vendió el boceto para que la haga otro.
En 1906 volvió a Baires y trabajó en obras para el Congreso. Allí conoció a Luis Hernández Otero, quince años menor.
Se casaron en 1909 y se fueron a Roma.
Surgieron otros trabajos importantes: monumento a Avellaneda y a la Bandera.
En 1917 se separó del marido y se dedicó a la realización de mausoleos en la Recoleta. Su espíritu libre y aventurero la llevó hasta Salta.
Invirtió su dinero en un desarrollo minero que no tuvo frutos.
De pronto le vio la cara adversa a la vida.
Su obra fue discutida, sus amigos influyentes fueron desapareciendo, vendió su casona de Roma y terminó viviendo en la casa de una sobrina después de un episodio cerebral, que la postró y le quitó los recuerdos.
El gobierno le entregó una renta de 300 pesos, pero no llegó a cobrarla.
Murió en la casa de la sobrina, en Santa Fe 3036 de la ciudad de Buenos Aires, pobre y olvidada.
Tenía 69 años.
Tras su muerte, alguien cercano tiró al fuego sus cartas, recuerdos y diarios personales, lo que alimentó más la leyenda.
Los restos de Lola Mora se inhumaron en la Chacarita. Allí permanecieron hasta el 11 de junio de 1977. Ese día llegaron a Tucumán en una urna de bronce, que contenía también las cenizas de sus hermanas Paula y Regina.
La urna fue colocada a la entrada de la Casa de la Cultura.
El 6 de agosto de 2001, fue trasladada al Cementerio del Oeste, donde reposa hasta hoy.