Este domingo, cuando se cumplan diez años del atentado terrorista a las Torres Gemelas que estremecieron al mundo, me va a correr un frío muy especial por la espalda. El ataque mas demoledor e impactante de toda la historia de la humanidad sacude y reaviva todos mis recuerdos personales porque aquél día negro, yo estaba en ese lugar. Estaba en Nueva York con mi esposa y mi hijo. Todavía hoy no lo puedo creer. No puedo comprender que destino me llevó a estar a 10 estaciones de subte de semejante tragedia y a enterarme de lo que había pasado por un llamado telefónico de la Argentina.

Estábamos de vacaciones en un viejo pero digno hotel de Broadway, a dos cuadras de Time Square. Yo me estaba duchando antes de desayunar. Estábamos cansados porque el día anterior habíamos ido a conocer las Torres Gemelas. Nada mas y nada menos, si señor. Todavía tengo en mi filmadora familiar las imágenes que cualquier turista tomaba de esos imponentes y emblemáticos edificios.

Todavía tengo grabadas mis definiciones tragicómicas sobre que en esos lugares se tomaban las grandes decisiones sobre nuestros países tercermundistas. Todavía tengo anotado en mi agenda de papel que debíamos volver 48 horas después porque en la explanada de las torres se hacía un multitudinario baile latino y queríamos participar de esa movida sensual con ritmo de salsa. Todavía tengo la foto al lado de ese monumento llamado “La esfera”, ubicado en la plaza seca por donde circulaba todo el mundo. Cuando volví a Nueva York para cubrir las elecciones en las que ganó Barack Obama ví esa esfera recuperada y emplazada a pocas cuadras, cerquita de donde se toma el ferry para ir a conocer la Estatua de la Libertad.

Aquella noche visitamos el Empire State y desde el piso más alto filmé a las Torres Gemelas, 10 horas antes de que se desplomaran para siempre. Fue un día largo que terminó con comida mejicana y el asombro que nos produjo ver salir del Madison Square Garden al gentío que había ido a ver bailar a Michael Jackson

Por eso ese día 11 de setiembre de hace exactamente 10 años, nos habíamos levantado mas tarde de lo habitual. Por eso no habíamos encendido la tele todavía. Por eso me llamó la atención cuando escuché la voz de mi mujer diciendo: “ Alfredo vení, te llaman por teléfono de Argentina, dicen que es urgente, es Leonardo Míndez.” Leo hoy es un gran periodista de Clarín pero en ese momento era productor de Fernando Bravo en la radio. Le juro que pensé que me llamaban porque se había derrumbado De la Rúa. Pensé en el gran despelote que podría ser Argentina. Solo me dijo: “prendé la tele” y no hubo que agregar mas nada. Después salí al aire por muy poco tiempo con Gabriel Galar. Se cortó la comunicación telefónica. Fernando regresó de sus vacaciones al día siguiente y le conté todo. Todo lo que mi mente pudo registrar. Absorbí todo como una esponja. Todavía recuerdo hasta los detalles más pequeños. Las multitudes de neoyorquinos caminando como una procesión a Luján, en silencio, por el medio de la calle para alejarse de Manhattan.

No había gritos desesperados, solamente abrazos profundos y lágrimas calladas. No se escuchaba nada, solo el respeto de la ausencia de palabras. Como si ya se estuviera rindiendo homenaje a los más de 3.000 muertos de todas las nacionalidades que hubo. Una pareja de viejitos con canas en su cabellera negra ensortijada, de afroamericanos como se dice ahora, se quebró en llantos y no pude más que acompañarlos en el sentimiento. Lloré con ellos. Había un gran dolor y desgarro pero las miradas todavía incrédulas se preguntaban ¿Qué pasó? Nadie podía creer semejante barbarie. Nadie imaginó la magnitud del odio. El comentario era el mismo, se sentían en medio de una pesadilla. Nadie podía ni quería creer que nada menos que Nueva York, la capital del mundo había sido violada en su más profunda intimidad y en lo más simbólico de su poder económico.

La seguridad de los Estados Unidos había perdido la virginidad para siempre, como se pierde la virginidad. Ya nunca más el pueblo de los Estados Unidos iba a recuperar su tranquilidad en toda su dimensión. La oscuridad de la seguridad iba a avanzar sobre la luz de la libertad.
El gigante había recibido un golpe de nocaut en su corazón y se tambaleaba en el medio del ring. Estaba aturdido, confundido, groggy y contra las cuerdas. La potencia militar mas poderosa de la historia se había quebrado en su propio territorio y eso dejaba huérfanos a millones de ciudadanos que sentían que ya nunca volverían a estar del todo seguros en ningún lugar del planeta.

Colapsaron todos los teléfonos, menos los públicos. Eran increíbles las largas y cosmopolitas colas en las veredas donde se mezclaban un chino con un ecuatoriano y un sueco con este cordobés. Todos con el mismo objetivo de escuchar la voz de nuestros seres queridos y tranquilizarlos un poco. Certificar que estábamos vivos. Ellos, fuera de los Estados Unidos miraban la tele y veían en tiempo real lo que parecía el fin del mundo.

Cada vez que el ruido de un avión cruzaba el aire, la gente miraba con pánico hacia arriba. Estaban todos los aeropuertos cerrados y por eso solamente había dos posibilidades: o era un caza de la fuerza aérea norteamericana patrullando o era un nuevo atentado de la llamada tormenta de aviones que también se había descargado sobre el Pentagono. De vacaciones pero periodista siempre, me fui hasta el New York Times donde todos hablaban del olor de la muerte que había envenenado el aire de la gran manzana. De la falta de agua y de gas. Del polvillo que flotaba como una neblina tenebrosa. De pronto, empezaron a florecer banderas norteamericanas por todos los rincones. Como en una película. Una tienda vendió dos mil banderitas en una hora. Había sido un terremoto social y político provocado por un hombre. O por un grupo terrorista. Me quedé una hora frente al cuartel central de los bomberos y vi como rápidamente comenzaron a convertirse en los héroes que tanto buscan los norteamericanos. Había velas y flores en ese altar popular sobre la avenida. Cartas de agradecimiento y pésame en cada esquina.

Un par de días después comprobé en vivo y en directo como no hay una forma perfecta e infalible de prevenir o combatir este tipo de terrorismo suicida y fundamentalista. Volé de Nueva York a Washington, uniendo los dos centros geográficos claves del ataque de Bin Laden y nadie me revisó en el aeropuerto. Ni las valijas, ni las mochilas que llevamos con nosotros en la cabina del avión. Habían reforzado espectacularmente la seguridad y la presencia militar. Pero no se puede revisar a todos, todo el tiempo. Se hace materialmente imposible el tráfico aéreo y colapsa comercialmente cualquier empresa. Es inhumano cuando el campo de batalla es el mundo y el arma es un suicida. No hay forma de evitar esos ataques, es como combatir a ciegas, en un pantano y sin saber quien es quien. Esto cambia la lógica de la guerra y de la paz. Ese día hace 10 años comenzó una nueva era donde casi no hay certezas. Donde la seguridad universal es un helado que se derrite.

Estados Unidos lo sufrió en carne propia porque encima tenía con George Bush un presidente con el mismo mesianismo bélico que los terroristas. Bush no dudó en meter al mundo en una hoguera nuclear con tal de sobreactuar de guapo vaquero texano. Hace diez años que las torres se arrodillaron y cayeron y se convirtieron en un mensaje para los gobiernos mas pesados de la tierra. Necesitamos que haya cada vez más tolerancia racial, religiosa e ideológica. Y cada vez menos injusticias sociales que maten de hambre a tanta gente. Necesitamos incluir a todos los hombres de buena voluntad, la solidaridad de la mano tendida y no la codicia del financista. Necesitamos líderes racionales y no energúmenos como Bush o Bin Laden que pretenden decidir por todos nosotros, cual es el lugar del bien y cual es el lugar del mal. Necesitamos cada vez más espacios para la paz y menos fascistas que industrialicen las guerras. Y lo necesitamos urgente. Antes que este planeta se convierta en el infierno que es la suma de todos los miedos y la consagración eterna del peligro. La mayor enseñanza me la dio mi hijo que en ese entonces tenía 11 años. Miró la foto que la NASA tomó desde el espacio que mostraba claramente el humo que surgía de ese agujero negro y me dijo: “Antes, lo único que se podía ver desde el espacio era la mayor construcción del hombre, la muralla china. Ahora también se puede observar la mayor destrucción del hombre…”

Una vez más quien quiera oir que oiga.