Brexit, año uno
Después de casi medio siglo de matrimonio, el Reino Unido y la Unión Europea formalizaron el Brexit con acuerdos y dudas en medio de la pandemia
El mundo cambió en forma vertiginosa en los últimos años. Tanto que un divorcio puede celebrarse con el mismo regocijo que una despedida de soltero. Lo expresaban las caras del primer ministro británico, Boris Johnson, y de la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, cuando firmaban, cada uno por su lado, cual matrimonio desavenido, el final de un vínculo que duró lo suyo, 47 años, después de cuatro años, seis meses y una semana de idas y venidas. Las negociaciones comenzaron tras el referéndum por el Brexit, en junio de 2016, y concluyeron al filo del último día de 2020. Resultó ser el broche del peor año de nuestras vidas.
El acuerdo comercial supone un telón de cierre y otro de apertura tanto para Londres como para Bruselas. La Cámara de los Comunes evitó el riesgo de un epílogo a las bravas. Un Brexit duro. Lo sorteó con 521 votos a favor y 73 en contra, de modo de aceitarle el camino a Johnson para seguir con una agenda a plazo fijo: el 31 de diciembre. En el Reino Unido era más importante la aprobación de la vacuna contra el coronavirus de la Universidad de Oxford y la farmacéutica AstraZeneca que la obsesión de los euroescépticos. Un incordio para los primeros ministros conservadores Margaret Thatcher, John Major, David Cameron y Theresa May.
Quizá porque, como en otros confines, la política va por un carril exclusivo y la sociedad, apremiada por la crisis sanitaria y económica, paga el peaje en otro. El colectivo. La política también gastó en peaje. El del desgaste y la desunión de los conservadores y los laboristas. Johnson, histriónico como Donald Trump, enhebró la aguja que le era esquiva a su antecesora, May. El acuerdo con la otra orilla dejó cabos sueltos, pero, en el proceso de divorcio, poco importaban los pormenores. Era cuestión de rubricar el pacto pesquero, atar la ligazón con Irlanda del Norte mientras Irlanda sigue en el espacio europeo y, sobre todo, proclamar la independencia.
O cantar las hurras, cual deber cumplido, sin aranceles o cuotas en el comercio, más allá del perjuicio para las empresas británicas por la burocracia, el papeleo y el aumento de sus costos. Todo divorcio implica alguna que otra pérdida para quien lo plantea, como la libertad de movimiento para los británicos en el continente y viceversa o, en el caso de más de 32.000 universitarios europeos, el final del intercambio por medio del programa Erasmus. Una segunda vuelta del referéndum, después del ajustado resultado de 2016, hubiera derivado en otro caos dentro del caos a pesar de la resistencia de Escocia a aceptar la realidad. Su primera ministra, Nicola Sturgeon, pretende volver a verse bajo el paraguas europeo.
Una mariposa con los colores de la Union Jack (la bandera británica) levanta vuelto al salir de una caja pequeña, decorada con los colores de la Unión Europea, en la revista conservadora The Spectator. Algo así como la liberación, aunque los números pandémicos de la economía arrojen puro quebranto en 2020. El matrimonio pudo consumarse tarde y mal, pero el Reino Unido supo sacarle tajada con los descuentos en la cuota del presupuesto comunitario que consiguió Thatcher en los años ochenta. Cameron, uno de sus sucesores, quebró lanzas con el Partido Popular Europeo. El euro, estrenado en 2002, representó otro punto de fricción.
Si un primer ministro laborista y europeísta como Tony Blair no se atrevió a cambiar la libra esterlina, el siguiente, Gordon Brown, se rehusó en forma terminante a la unión monetaria y jamás ocultó su malestar con la Unión Europea. Londres, a pesar de esos desencuentros, pasó a ser el mayor centro financiero de la zona euro. Lo sigue siendo. En las ampliaciones de la Unión Europea de 2004 y de 2007, con la afiliación de países de Europa central y del Este, la xenofobia creció en forma proporcional en el Reino Unido gracias al partido eurófobo UKIP, ganador en las parlamentarias europeas de 2014. Tres años después respaldó la separación de Cataluña de España.
Gracias al Brexit, un oficio en decadencia desde 1993 si de la Unión Europea se trataba, el de despachante de aduana, volverá a ser requerido en el Reino Unido. La licencia de conducir de británicos y europeos deberá ser internacional. Desde octubre de 2021, unos y otros deberán presentar sus pasaportes en los controles de migraciones. Termina el roaming para los llamados internacionales, superados por las redes sociales. Y las mascotas, sean perros o gatos, deberán viajar con certificados de buena salud acaso más estrictos que los requeridos a las personas a raíz de la peor peste que ha padecido esta generación y las anteriores. La del coronavirus con sarpullidos de nacionalismo.
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