Entre enero y finales de agosto de 2015 cruzaron el Mediterráneo más de 300.000 migrantes, de los cuales 200.000 arribaron a Grecia, según el Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados (ACNUR). La legión, el triple que en igual período de 2014, huye de guerras, conflictos, hambrunas y otras miserias. En ocho meses, dice la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), murieron en el mar 2.500 personas sin incluir los 71 asfixiados en un camión abandonado cerca de Viena, Austria, ni los más de 110 ahogados e intoxicados por las emanaciones del barco frente a las costas de Libia. En 2014 fueron 3.500.
Sin ayuda por el incumplimiento de los Estados donantes, la situación tiende a agravarse, advirtió la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de la ONU (OCHA). La frontera de Siria, en guerra interna desde 2011, ha sido sellada a cal y canto tanto por las fuerzas rebeldes que combaten contra el régimen de Bashar al Assad como por los países limítrofes. Turquía, Jordania y el Líbano han absorbido los mayores contingentes de migrantes. Del lado sirio acampan cientos de civiles que no reciben auxilio de ningún tipo, observó Human Rights Watch. Las tragedias de Austria y Libia dejaron al desnudo el negocio de los traficantes de personas, capaces de cobrarle 750 euros a un somalí o un afgano y hasta 10.000 a un sirio para arribar a la tierra prometida.
Más de 100.000 migrantes de Siria, Afganistán, Eritrea, Irak, Pakistán y Sudán del Sur, así como de otros confines, han pedido asilo en Europa, según la agencia de control de fronteras (Frontex). Entre ellos hay 7.000 niños que viajaron solos o fueron separados de sus padres durante el trayecto. Los paraliza el miedo, sensación que, en el fondo, comparten con sus antagonistas, grupos xenófobos de ultraderecha que exhiben su aparente poder con el rechazo al diferente, al extraño, al perseguido en su propio país. Comparten el miedo los moderados, enfrascados en las crisis nacionales que, con su secuela de desempleo, no dan respiro.
En la travesía por África hacia la costa del Mediterráneo, las mafias suelen maltratarlos, prostituyendo a las mujeres y obligando a trabajar a los menores. Muchos no logran cubrir ese tramo, tanto o más peligroso que el siguiente. Mueren a mitad de camino. Después vendrá el azaroso cruce en una embarcación precaria hacia la otra orilla, en donde las restricciones son cada vez mayores. Pueden hacerlo en la cubierta, con el riesgo de caer al agua sin saber nadar por proceder de parajes desérticos, o en las salas de máquinas, expuestos a la sofocación por los gases y el hacinamiento. El derrotero apenas comienza.
En la tierra prometida, las dificultades se multiplican. En Hungría, cientos de presos levantan una valla contra los migrantes frente a Serbia. En el Reino Unido, ante la avalancha proveniente de Francia por el Canal de la Mancha, el gobierno promete sancionar a los caseros que alquilen habitaciones a extranjeros sin papeles. En Francia, a su vez, son detenidos y obligados a irse en un plazo perentorio. De Italia son expulsados de inmediato. En Holanda son aislados en centros de acogida y reciben el aviso de retorno. En Alemania, la canciller Angela Merkel rompió el molde: prometió no echar a los migrantes a pesar de los reparos de los suyos.
Es el mayor trance migratorio desde la Segunda Guerra Mundial y, para el 38 por ciento de los europeos, el mayor reto comunitario. Lo era para el 24 por ciento en 2014. El drama ha desbordado a los Estados, más allá de que no se trate del problema de uno en particular, sino de todos. Y, al ser de todos, amenaza con dinamitar uno de los pilares de la Unión Europea, el Tratado de Schengen, que consagra la libre circulación de personas entre los países. Sólo Grecia, acosada por la crisis en medio de la negociación de su deuda, ha admitido a 124.000 migrantes. Sobreviven como pueden durante el peregrinaje, plagado de incertidumbre, rumbo a la tierra prometida.
 
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