Esta semana leía, en el periódico español El Mundo, una noticia que me llamó mucho la atención: según sugiere un estudio dirigido por Paul K. Piff, del Departamento de Psicología de la Universidad de California en Berkeley, los individuos de clase alta pueden ser más propensos a comportarse de forma menos ética que los de clase baja. Para su estudio, los profesionales entendieron como individuos de clase alta a aquellos con más riqueza, prestigio profesional y nivel educativo.

El equipo de psicólogos de Berkeley desarrolló una serie de experimentos de laboratorio que sirvieron para demostrar que las personas de rango social alto fueron más proclives a tomar decisiones poco éticas, robar, mentir, engañar para aumentar sus posibilidades de llevarse un premio y aprobar comportamientos incorrectos en el trabajo. Los autores de esta investigación defienden que uno de los elementos que explica esta tendencia de la gente de rango alto a tener comportamientos menos éticos se debe a que tienen, una actitud más favorable hacia la avaricia. Según los psicólogos, este comportamiento poco ético ligado a la clase alta es independiente de la edad, el género, la etnia, las creencias religiosas y la orientación política.

Así como nosotros poseemos las cosas, ellas también nos poseen a nosotros en distintas proporciones. La avaricia nos convierte en esclavos del miedo a perder lo que poseemos. Es por eso que debemos evitar aferrarnos a todo lo material, porque cuanto más fuerte es el hilo que nos une a los trofeos que ganamos, al nuevo coche que nos compramos, al reloj tan caro que llevamos, a la chaqueta de cuero con la que vestimos, más nos alejamos de aquello que verdaderamente importa. No en vano, la avaricia pone de manifiesto nuestras carencias interiores que intentamos suplir consiguiendo todo lo que nuestra sociedad identifica con el éxito.

Sin embargo, en este proceso solemos perdernos a nosotros mismos. Y es que por mucho que intentemos llenar el vacío con las dosis de placer y satisfacción que nos proporciona el consumo a corto plazo, nunca tendremos suficiente. Si aspiramos a lograr un bienestar interno duradero y sostenible, debemos enfrentarnos a nuestro malestar, cuestionando nuestro sistema de creencias, valores y prioridades.

Otra investigación científica fue realizada por el profesor George F. Lowenstein, de la Universidad de Pittsburg, nieto de Sigmund Freud. Lo que él quería era encontrar la relación entre el bienestar emocional y la abundancia material. El profesor convocó a dos grupos de 50 personas para realizar el particular experimento. Repartió 3.000 euros a cada integrante del primer grupo, con la condición de que debían gastar todo el dinero en ellos mismos. Podían comprarse lo que quisieran. Dio la misma cantidad a los del segundo pero a condición de que lo gastaran en regalos para sus seres queridos.

Los análisis concluyeron que el 97% de las personas que se habían gastado el dinero en regalos para otros contaban con ratios de felicidad mucho más elevados que los que lo habían gastado en sí mismos. Así, Loewenstein demostró científicamente que la avaricia es la reina del exceso, y, paradójicamente, vive en la escasez más extrema. No en vano la persona avara se roba a sí misma la oportunidad de ser generosa. Y es precisamente esa capacidad de disfrutar la generosidad la que nos hace ricos, y no los bienes que atesoramos.

Pero hay otra manera de ver esta cualidad menor. La avaricia es también no dar lo mejor de ti mismo, no esforzarte por compartir tu talento, tu “don” con los demás. Es conformarte con la mediocridad y rendirte ante las dificultades. El hecho de jugar a ser pequeño no le sirve al mundo. No es nada iluminador el encogerte para que otras personas cerca de ti no se sientan inseguras. Se trata de no ser "víctima" de la realidad que nos envuelve, sino protagonista del guión que co-creamos.
Qué duda cabe entonces, que por su perjuicio para el Universo y para cada uno de nosotros, como dijera Mahatma Gandhi, “Los grilletes de oro son mucho peores que los de hierro”.