Primavera Árabe 2.0
La corrupción ha sido el detonante de una nueva versión de la Primavera Árabe frente a un presente tan impregnado de incertidumbre como el futuro
GRANADA, España – En 2007 y 2008, el faraón egipcio Hosni Mubarak percibía 808 dólares al mes. Con un salario tan flaco, ¿cuántas vidas invirtió para amasar en tres décadas algo así como 70.000 millones de dólares? Tenía propiedades en Londres y otras ciudades y robustas cuentas bancarias en el exterior. Suiza congeló sus fondos tras ser derrocado poco después de otro vecino codicioso, el dictador tunecino Zine El Abidine Ben Alí, fallecido en 2019. Cuando estalló la rebelión, la esposa de Ben Alí, Leila Trabelsi, huyó con todos los billetes y los lingotes que cupieron en su jet privado, llamado “avión de compras” por su inquebrantable lealtad al duty free.
Esas postales de la Primavera Árabe, iniciada a finales de 2010 en Túnez, recobraron vigor con la corrupción como excusa de renovadas revueltas populares. Así como en Sudán cayó otra dictadura de tres décadas, la de Omar al Bashir, a manos de los militares, y en Argelia la de Abdelaziz Buteflika, en el Egipto de Mubarak, bajo arresto domiciliario con una plácida jubilación, estallaron protestas contra el régimen de Abdel Fatah al Sisi, en el poder desde 2013 tras haber derrocado al islamista Mohamed Morsi. También las hubo en el Líbano, al igual que en Irak y en Irán, país persa, no árabe, mientras perduran sin fecha de vencimiento las guerras en Yemen y en Siria.
Medio Oriente en general, sin la excepción de Israel con Benjamin Netanyahu a la cabeza, está emparentado con la corrupción. En una década, con el impasse de Donald Trump y otros autócratas como quiebre de la política tradicional, cambiaron los tratos con regímenes tan añejos como las monarquías que contribuían a la estabilidad regional mientras eran drásticos con sus pueblos. El trato era apoyarlos, sin meterse en sus asuntos, y sentirse acompañados en cuestiones vitales, como acelerar el proceso de paz entre Israel y Palestina y frenar la expansión del régimen de los ayatolás, establecido en 1979.
Entre más de 360 millones de árabes, seis de cada 10 tienen menos de 30 años y tardan tres en conseguir empleo. Esa camada ha estado a la vanguardia de las protestas populares. No son fundamentalistas islámicos ni terroristas enrolados en Al-Qaeda o en el Daesh, ISIS o Estado Islámico, sino médicos, abogados y profesionales de otras disciplinas que no ven en el horizonte más que nubarrones de incertidumbre. Profesan, en su mayoría, la religión musulmana. Una franja que crecerá en los próximos años el doble que la población mundial, según el Pew Research Center. Unos 65 millones viven por debajo del umbral de la pobreza con menos de dos euros diarios.
Los despotismos, a contramano de la tradición árabe, no tienen apellidos de rancia estirpe. Fueron modestos los orígenes de Mubarak y de Ben Alí, así como los de los difuntos Muammar Khadafy y Saddam Hussein. Ni Nasser ni Sadat evaluaron la sucesión dinástica. Hasta la transferencia del poder en Siria de Hafez al Assad a su hijo Bashar no era frecuente el nepotismo. La matanza de 20.000 personas en la ciudad siria de Hama, fortaleza sunita en desacuerdo con el régimen gobernante alawita, marcó a una generación que, desde los ochenta, supo del rigor como respuesta a sus vanos reclamos.
Los dictadores convirtieron sus nombres en pilares capaces de sostener vigorosos califatos. Forjaron fortunas y, como Bashar al Assad, tejieron redes con aliados poderosos enfrentados con Estados Unidos. Tarde, Barack Obama cambió su visión de Mubarak. De confiable pasó a ser insostenible. La democracia, abonada en el histórico discurso de Obama en 2009 en la Universidad de El Cairo, no era la prioridad. Tampoco había sido la de Mohamed Bouazizi, el humilde vendedor de frutas tunecino que, irritado por los atropellos de la policía, se prendió fuego el 17 de diciembre de 2010 y, con su muerte, encendió la mecha de la ira colectiva.
Tras décadas de sometimiento, la reacción extrema de Bouazizi recreó hace una década aquello que todo régimen de fuerza detesta: la política. La mayoría de los despotismos, sin distinción entre dictaduras y monarquías, aplica leyes de emergencia para violar los derechos humanos y restringir las libertades con la premisa de preservar el orden. En vez de obedecer, muchos ciudadanos de a pie prefieren responder. Lo ven como una señal de dignidad. La de haber perdido el miedo después de creer desde la cuna que el futuro era un tiempo verbal imposible de conjugar.
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