Estados golpeados
No hay vacuna disponible en África y el sudeste asiático contra la epidemia de golpes de Estado, como la define el secretario general de la ONU.
En octubre de 2021 hubo un golpe de Estado en un Estado golpeado: Sudán. Cayó el primer ministro, Abdalla Hamdok. Quedó bajo arresto domiciliario. Lo repusieron al mes siguiente frente a un dilema: la suspensión de millones de dólares de ayuda internacional. Hamdok renunció el segundo día de 2022. No pudo formar gobierno. Habían pasado 42 días después del acuerdo que alcanzó con la junta militar mientras disfrutaba de una apacible jubilación. Las calles estallaron con una consigna que no respeta fronteras: que se vayan todos. Civiles, militares y afines.
La hoja de la transición en Sudán consistía en democratizar un país sometido durante tres décadas a la dictadura de Omar al Bashir, depuesto durante el año de las protestas a cuatro bandas, 2019. La de Sudán resultó ser la sexta asonada militar de 2021 después del ciclo iniciado el 1 de febrero en Myanmar, antes Birmania, en el sudeste asiático. Le siguieron otras en Mali, Guinea-Conakry y Chad mientras en Níger hubo un intento fallido al igual que en Sudán un mes antes de la primera caída de Hamdok.
La epidemia putschista (golpista en portugués), como la definió el secretario general de la ONU, António Guterres, quedó lejos del radar occidental, más enfocado en resolver la crisis desatada por el coronavirus en sus países que en los malos gobiernos, los quebrantos, la desigualdad y la corrupción en comarcas remotas como las africanas sin vacunas ni recursos ni otra alternativa que no sea la vieja fórmula de voltear una tiranía para instaurar otra.
Los militares de Sudán siguieron la estrategia de sus pares de Egipto en 2013. Dos años antes, durante las revueltas de la Primavera Árabe, los 30 años de dictadura de Hosni Mubarak se desmoronaron en apenas 18 días. Los suficientes para convocar elecciones, proclamar la victoria de un partido radical sunita (seguidores de los primeros califas sucesores de Mahoma) en un país musulmán con mayoría chiita (fieles a los parientes de Mahoma, como su primo y yerno Alí) y derrocar con un golpe militar al presidente, Mohamed Morsi, enrolado en los Hermanos Musulmanes.
Desde entonces, régimen del general retirado Abdel Fatah al Sisi poco y nada se diferencia del encabezado por el faraón Mubarak, hábil en la relación con sus vecinos y con Occidente.
Detrás de todo golpe de Estado en un Estado golpeado hay una cocina. En ella, la inestabilidad y la incertidumbre figuran en la primera página del libro de recetas. Son infaltables, como la combinación de especias en la comida árabe.
Sudán estaba envuelto en una frágil transición democrática conducida por una alianza quebradiza entre civiles y militares. La tendencia a ese tipo de salida había decrecido últimamente en África, pero se elevó como la masa con levadura en el segundo año pandémico.
Nadie en su sano juicio puede amar una dictadura, excepto que obtenga algún beneficio de ella. Cuando Afrobarometer auscultó a 18 de los 54 países de África entre 2019 y 2020 concluyó que seis de cada 10 personas percibían un aumento de la corrupción y que una proporción aún mayor notaba que no había forma de atajarla con gobernantes aferrados al poder que forzaban la Constitución o imponían el nepotismo como sistema y se oponían a la alternancia democrática.
En esos casos, los militares con formación en Estados Unidos, Europa o inclusive Rusia emergían como la única posibilidad de un cambio. Difícil, casi imposible. En palabras de George Orwell, “no se establece una dictadura para salvaguardar una revolución; se hace la revolución para establecer una dictadura”.
Jorge Elías
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