Víctima de sí mismo
Lo usual en otras latitudes sorprende en Estados Unidos, no habituado a la investigación de un expresidente y el allanamiento de su morada en busca de documentos clasificados
Desafiante en su papel de víctima, Donald Trump se rehusó a declarar sobre las prácticas empresariales de su compañía en Nueva York poco después de que el FBI emprendiera una redada sin precedente en su mansión con refugio nuclear y club de golf privado de Mar-a-Lago, Palm Beach, Estado de Florida. Lo usual en otras latitudes resulta una rareza en Estados Unidos, no habituado al allanamiento de la propiedad de un expresidente, su domicilio fiscal desde 2019. Trump y los suyos compararon al gobierno de Joe Biden, desmarcado de los procesos judiciales, con el de países rotos del Tercer Mundo. Más precisamente con Nicaragua bajo el régimen de Daniel Ortega.
La Ley de Registros Presidenciales de 1934 obliga a los expresidentes de Estados Unidos a entregar todo el material relacionado con su gestión. Trump, acusado dos veces de haberse quedado con registros confidenciales, está involucrado en una extensa serie de pesquisas por su conducta personal y política, así como por su desprecio del Estado de Derecho. Lo pinta de cuerpo entero el asalto del Capitolio a cargo de los muchachos trumpistas, el 6 de enero de 2021, para no certificar la victoria de Biden, objeto de una investigación de un panel del Congreso.
En febrero, la Administración Nacional de Archivos y Registros notificó al Congreso que había recuperado 15 cajas de documentos de la Casa Blanca en la mansión de Trump, algunas de las cuales contenían material clasificado. El gobernador de Florida, Ron DeSantis, tildó a Estados Unidos de república bananera, más allá de que sea tierra de proposiciones. Entre ellas, que ningún ciudadano está por encima de la ley. Algo inaudito en el espectro de polarización trazado por Trump. Pujan por el poder la derecha populista que no condena a Vladimir Putin por la guerra en Ucrania ni los excesos del primer ministro de Hungría, Viktor Orbán, y la corriente liberal que se aferra al precepto constitucional de la separación de poderes.
Una paradoja a los ojos del filósofo esloveno Slavoj Žižek: “La corrección política occidental ha desplazado la lucha de clases, produciendo una élite liberal que afirma proteger a las minorías raciales y sexuales amenazadas para desviar la atención del propio poder económico y político de sus miembros. Al mismo tiempo, esta mentira permite que los populistas de extrema derecha se presenten como defensores de la gente real frente a las élites corporativas y del Estado profundo a pesar de que ellos también ocupan posiciones en las alturas de mando del poder económico y político”.
El magnate italiano Silvio Berlusconi, ahora redivivo en la política, pasó varios años en los tribunales por fraude fiscal, cruz que también carga Trump, y por haber pagado por mantener relaciones sexuales con una prostituta que era menor de edad, Karima El Mahroug, alias Ruby Robacorazones. El expresidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva, en carrera contra otro líder iliberal estilo Trump, Jair Bolsonaro, estuvo preso durante 19 meses por corrupción. Otro ex presidente, el sudafricano Jacob Zuma, fue el primero de su país en ser condenado por el mismo motivo en 27 años de democracia.
En 2009, Chen Shui-bian, expresidente de Taiwán, recibió cadena perpetua por haber malversado fondos públicos y lavar fondos en bancos extranjeros. Le rebajaron la pena y, en 2015, quedó en libertad condicional por razones de salud con la condición de que no participara nunca más en política. Tanto en Corea del Sur, una de las democracias más estables de Asia, como en el siempre ajetreado Perú la mayoría de los expresidentes terminó en prisión por ese veneno llamado corrupción, usual en las altas esferas sin distinción de ideologías.
Trump, como otros expresidentes de otras comarcas, se siente víctima de una persecución implacable. Pocos en Estados Unidos se vieron obligados a rendir cuentas. Hasta Richard Nixon, el único que debió renunciar al cargo, recibió un indulto después de dejar la Casa Blanca. Nicolas Sarkozy fue el primer expresidente francés condenado por corrupción y tráfico de influencias. Su antecesor, Jacques Chirac, fue declarado culpable de malversación de fondos públicos. La sucesión de expresidentes de otras latitudes en el banquillo y tras las rejas echa por tierra la inmunidad absoluta reclamada por Trump.
Lo normal en otras democracias sorprende en Estados Unidos. No es cuestión de mirar atrás, sino de revisar el abuso de poder o el faltante de caja, por más que, durante las investigaciones, los imputados desacrediten a los fiscales, a los jueces y a las porciones de las sociedades que no padecen miopía. En Nueva York, Trump invocó la Quinta Enmienda de la Constitución, que le permite guardar silencio para no incriminarse. Se trata de una causa civil que no está relacionada con el allanamiento de su morada de Mar-a-Lago. Lo acusan de haber inflado el valor de sus bienes para obtener préstamos bancarios y pagar menos impuestos. En todos los casos se siente víctima o, como otros expresidentes, víctima de sí mismo.
Jorge Elías
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