¿Por qué quiero ganar?
Mirando los Juegos Olímpicos de Londres, a menudo me pregunto: ¿quién no quisiera estar ahí, verdad?, y poder compartir las jornadas con tantas, miles y millones de personas. Ayer pensaba qué pequeño es nuestro mundo, afirmando asimismo cuánta gente por conocer!, qué envidia de estos deportistas que van a poder conocer gente de tantas nacionalidades!
Mirando los Juegos Olímpicos de Londres, me pregunté: ¿quién no quisiera estar ahí, verdad?, y poder compartir las jornadas con tantos miles y millones de personas. Qué pequeño es nuestro mundo, sintiendo dentro de mí el deseo de conocer a tanta gente, ¡qué envidia de estos deportistas que van a poder conocer gente de tantas nacionalidades!, ¡entre tanta diversidad cultural, étnica, de seres, de colores, de geografías!. Porque cada una de las personas que por allí transita es un mundo, lo cual nos lleva a tomar conciencia, en esos instantes, sobre lo pequeña que es nuestra percepción de “nuestro propio mundo”, cuando creemos que la vida empieza y acaba en nosotros.
A partir de entonces he estado reflexionando acerca de la competitividad, de la lucha por ser el primero y las consecuencias que ello puede tener. ¿Hasta qué punto es beneficioso tener con quién pelear para llegar a una determinada meta, aunque ese alguien sea uno mismo? ¿Hasta qué punto se justifica cuando el querer alcanzar la mejor versión de mí, a través de un máximo rendimiento, me puede llevar a la frustración, al desencanto y muchas veces a la sensación de no valer, de ser insuficiente, de no poder alcanzar el objetivo o abandonar en la mitad del camino?
Es la amalgama sensorial que transcurre en el interior de un atleta, del cansancio de un corredor, cuando de pronto piensa “no puedo más”, pero sus piernas siguen corriendo, al tiempo que continúa con un “pero ya no puedo más”, mientras sus piernas persisten en su inercia pedestre, es el impulso pasional que lo lleva entonces a imponerse pequeñas metas como “voy a llegar a los cuatro kilómetros”, luego a los cinco, a los seis, y así sucesivamente, hasta que comienza a emanar de algún lugar de sus entrañas, sin saber exactamente de dónde, un aliento fervoroso que lo empuja a continuar, aunque su mente, imbuida por el cansancio de un cuerpo exhausto, le pida detenerse.
Hay una segunda parte de mis reflexiones que me lleva a preguntar: ¿por qué quiero ser mejor? ¿Por qué quiero ganar? ¿Por qué quiero esa medalla, ser la número uno y tener más audiencia que nadie? Y dentro del mismo espíritu competitivo, pero llevado a otros planos, ¿por qué quería tener las mejores notas del colegio? ¿Por qué quiero ser la más delgada, la más simpática, la que más idiomas sabe, la que mejor se relaciona con los demás, la que más chicos se ha ligado, la que más noches ha salido, el que más amores ha dejado plantados? ¿Por qué quiero ser más, y más y más? ¿A dónde me lleva ese “más”?
Puedo suponer, por un lado, que todo ello está relacionado con un deseo de superación. Mientras que por otro, ¿no podría ser también, un intento para recibir aprobación o aceptación, un deseo de ser querida, de ser valorada? ¿No es eso de lo que hablaba Antonio Blay? Es producto entonces del “Yo ideal” que nos lanzaron nuestros padres cuando nos decían “es que deberías, es que podrías, es que tienes que hacerlo mejor que…”. Es esa sucesión de imperativos la causa de que hayamos creado un “ideal de nosotros”, el que intentamos alcanzar como el que llega a la meta todos los días, aunque después se encuentre con que es inalcanzable, porque el “Yo ideal” es una idea –aunque redunde en lo mismo– de un ideal que no existe.
En estos días se están entregando las notas de invierno a los estudiantes aquí en América, y terminando el curso escolar en Europa. No conozco todavía ninguna escuela donde a los niños se les trate y examine individualmente según la escala y las capacidades de ese niño. No todos los niños son iguales.
En mi caso, lo que registraba eran siempre colores: o el rojo, o el naranja o el verde o el azul o el amarillo. Un color significaba una buena bronca, un buen castigo, o un reconocimiento. Pero, ¿quién tenía en cuenta el mundo que tenía dentro, las circunstancias personales en las que vivía, la cantidad de hermanos que me rodeaban, las dificultades para concentrarme, mi facilidad o no con los idiomas, una posible dislexia, un sentimiento de inferioridad? Destacada en música y en deportes, cero pelotero en física y en matemáticas… ¿Quién mira al individuo como individuo?
Todo esto quiere decir que el sistema pedagógico, el sistema escolar mundial está mal construido. No se puede medir a los niños de la misma manera, porque un cuatro en música para un niño, puede ser lo mismo que para otro un sobresaliente o una matrícula.
Somos distintos, somos diferentes y me niego a mantener la antorcha del “new age” que lo afirma una y otra vez, que afirma una y otra vez que todos somos iguales. Un mantra lapidario: “si tú quieres, tú puedes, todos podemos llegar y conseguirlo. Todos, todos somos iguales, todos podemos alcanzar la meta”. ¡No!, no todos podemos alcanzar la meta, lo siento pero no, porque no todos somos iguales, porque las circunstancias son distintas, porque tenemos almas distintas, porque tenemos visiones e infancias diferentes, hemos estado en úteros y con padres absolutamente dispares; por lo tanto no podemos ser tratados por igual. No puedes tratar a tus hijos de la misma manera, ni ellos pueden darte los mismos resultados, igual que tú no podías darlos en su momento.
Y en este escenario de la competencia olímpica, el trayecto se completa con el necesario abordaje de “la comparación”, porque para querer ganar, tengo que querer ganarle a alguien, que es algo que crea en mí un funcionamiento comparativo, inevitablemente comparativo. ¿Y quién dice qué es lo mejor y qué lo peor? Sí, puedo afirmar que cualquier supuesto fracaso trae siempre un aprendizaje y, aprendido, uno da un paso mucho mayor. A esto sí me apunto, no a que todos podemos hacer lo mismo, porque no todos podemos hacer lo mismo.