A veces tengo la sensación de que en el teatro alguna gente ya no sabe qué hacer para provocar al público. Algunos ejemplos:

La cabra, de Edward Albee (Quién le teme a Virginia Woolf, Un delicado equilibrio) cuenta la historia de un distinguido arquitecto, casado con una bella mujer con quien tiene un hijo adolescente, que un día se enamora de una cabra. No es una metáfora ni una manera de decir. Es una cabra, que según él lo mira de una manera especial. Lo más difícil de esta historia, sin embargo, pasa por una escena entre padre e hijo, mucho más perturbadora que toda la zoofilia detallada en la pieza.

Los responsables de la obra, en declaraciones a la prensa, hablan de la apertura de la mente que se requiere del público. Qué tiene de malo que un hombre se enamore de una cabra, parecen decir. Mientras tanto, los críticos ofrecieron todas las simbologías pertinentes. Es el público, entonces, el que se comporta de una manera obtusa y anticuada si el relato le molesta.

Leonardo Sbaraglia, Eleonora Wexler y Diego Velázquez, dirigidos por Daniel Veronese, presentan otra historia de apertura mental, que revisa la calidad del amor independientemente de la condición sexual de los involucrados. Un hombre en pareja con otro hombre se enamora de una mujer. En las declaraciones a la prensa, los responsables enfatizan el enfoque sobre los vínculos y los sentimientos por encima de la cuestión sexual.

Todo muy lindo, pero la obra, del británico Mike Bartlett, se llama Cock, una de las palabras más gruesas del lenguaje informal inglés, de las que no se deberían decir por la radio, aunque sea en otro idioma. Pero como lo importante acá son los vínculos y los sentimientos, soy yo, otra vez, el público, quien se incomoda ante una palabra que le resulta ofensiva.

José María Muscari, uno de los hombres más interesantes y prolíficos del teatro contemporáneo, presenta su propia obra Tres mitades, que cuenta la historia de un matrimonio que ve alborotada su relación cuando una joven entra en sus vidas y ambos se enamoran de ella. Un clásico siempre en vigencia desde antes aún de Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir.

Por buena que sea la obra –los críticos dicen que es buena- el truco publicitario pasa por el elenco: los dos personajes femeninos de este trío están representados por Moria Casán y Sofía Castiglione, madre e hija de altísimo perfil en la vida real.

En declaraciones a la prensa, Muscari destaca los valores de la pieza y la excelencia profesional de ambas actrices, factores estos mucho más significativos que el hecho coyuntural de que sean madre e hija. En lo personal, por mucho que me interesa Muscari, el hecho coyuntural pasa a primer plano si la ceremonia ficcional trae un subtexto tan extremo como una situación clara de incesto. No sólo por el beso o los desnudos: es la sola idea. Todos nosotros, el público y la prensa, sobrevolamos alegremente un hecho que habría despertado clamor y denuncias de haberse tratado de varones; escenas narradas a los medios por la hija, con su habitual frescura, sobre su relación con la madre.

Es cierto que la transgresión forma parte del sistema nervioso del arte, pero el público tiene todo el derecho de aceptar la bofetada o no. Las declaraciones de los artistas a la prensa parecerían sugerir que “no entiende” lo que de veras pasa en escena; aun así, el público puede ser puritano si se le da la gana, también obtuso y anticuado. Porque todo tiene un límite. O, como diría Jean Cocteau, hay que saber hasta dónde llegar demasiado lejos.